E
scribo desde el asombro y desde el exterior a la Iglesia católica. Soy tan ajeno a esta institución milenaria que no puedo decirme ateo. Esta palabra es activa, una negación. Yo no niego, soy completamente ajeno a cualquier deidad y a cualquier institución religiosa. Unos mil millones de terrícolas son ateos. Una cifra no tan lejana a la de católicos. No sé cuántos seremos los ajenos.
Nací de dos familias muy diferentes entre sí; la primera entre atea y ajena, la segunda, ajena. Mi abuelo paterno, veracruzano, era ateo, divertido con su postura; creía relajadamente que su no creencia lo hacía una persona más informada que el resto de los mortales. Solía decir estos octosílabos de Salvador Díaz Mirón: El hombre de corazón / nunca cede a la malicia / ¡No hay más Dios que la justicia, / ni más ley que la razón!
Mi abuela paterna, de Tabasco, vivió ahí en épocas de Tomás Garrido Canabal; era una juarista come curas radical. No creía en el dios de los cristianos, pero creía que había un ser superior
. Mis abuelos paternos tuvieron 11 hijos; crecieron en varios pequeños poblados del estado de Veracruz, y las ideas de sus padres en ellos se volvieron total indiferencia respecto a la Iglesia, pura ajenidad.
Mi familia materna y yo mismo nacimos en Jicaltepec, Veracruz, un pueblecito de menos de mil habitantes, completamente aislado. Durante la mayor parte del siglo XX no hubo camino para llegar, ni había electricidad. Durante mucho tiempo tampoco hubo escuela; una mujer del pueblo, Lupe, enseñaba las primeras letras a los niños. En algún momento del siglo XIX fue construido un pequeño templo que, en el marco de unas guerras entre caciques impulsadas por la Revolución Mexicana, fue quemado. Mientras existió, iba a caballo, a celebrar misa, de vez en vez, un cura de Martínez de la Torre. El pueblito quedó largo tiempo sin contacto con la Iglesia; los pocos nacidos ahí eran tan ajenos a la Iglesia, que no sabían que eran ajenos.
Tendría unos 18 años cuando por curiosidad entré a ver cómo era una iglesia: la Catedral del Zócalo: lúgubre. No había actividad litúrgica, pero sí fieles con los ojos cerrados concentrados en su sentir religioso.
Mis estudios en la universidad me confirmaron en mi ajenidad: no requiero de ningún dios; me son ajenas las nociones de alma y espíritu. Pero veo el poder ideológico y político de la Iglesia. Veo la caída de su poder por vastas regiones del mapa, especialmente en el mundo industrialmente desarrollado; pero también su crecimiento en África y en Asia. Me asombra la persistente necesidad humana de creer en un creador
. Sé que cada vez sabremos más sobre el universo, pero nunca comprenderemos la existencia. Este es el misterio
. Así que por siempre habrá un hueco que una gran parte de la humanidad colmará con su imaginación y su creencia. Aunque es asombrosamente ingenua la creencia en un dios a nuestra imagen y semejanza
. Esa es quizá la mayor muestra de que los humanos crearon a Dios, no a la inversa.
El enorme interés que despertó la elección del nuevo Papa proviene del amplio reconocimiento social a Francisco. Su devoción por los pobres, por los periféricos y los excluidos de todo tipo, el lugar que intentó construir para los laicos, su voz por una Iglesia incluyente, su compasión por los encarcelados, su deseo de una Iglesia ecuménica, atrajeron a millones. También yo guardo ese reconocimiento desde mi ajenidad: fue un pastor con olor a oveja.
El papa León XIV es hijo de su tiempo: la globalidad multicultural. Su segundo apellido es Martínez, por su madre española; nació en Chicago pero desplegó su vocación en Chiclayo (Perú), donde ejerció su vocación por más de 30 años; tiene también la nacionalidad peruana y en su primer mensaje buscó envolverse con la legitimidad social de Francisco. Pronto mostrará si posee la vocación social de su antecesor. Es de ascendencia francesa e italiana por el lado paterno. Estudió matemáticas y habla quechua. Parece una cabeza estructurada.
Los temas pendientes de la Iglesia son un mundo y fueron registrados por Francisco. En primer lugar, los visiblemente excluidos de todas las sociedades del planeta y por la propia Iglesia. Francisco comenzó a incorporarlos. Los laicos tienen más voz que nunca en los sínodos; tal vez no haya vuelta atrás. Pero la mayor exclusión histórica, por los siglos de los siglos, es la otra mitad del mundo, la mitad más grande: las mujeres. En ese hecho se funda la idea principal de Cónclave, la novela de Robert Harris y película de Edward Berger, últimamente tan celebrada. En esa fantasía de gran suspense las mujeres llegan al corazón y cima del sumo pontificio. El símbolo se impone con su presencia: uno de los cardenales, arribado inesperadamente, lleva consigo la quintaesencia femenina y es el elegido. Cierra la fantasía la escena en la que el frustrado cardenal Lawrence mira desde su ventana el caminar ágil y feliz de cuatro mujeres que viven ahí dentro, en el Vaticano: algunas seleccionando obispos. Pero no habrá cambios.
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