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ebastião Salgado, ícono de la fotografía contemporánea, se fue el viernes 23 de mayo, luego de 81 años de vida. Él, viajero incansable, en ese día cometió el desvarío imperdonable de partir en su único viaje sin vuelta.
Deja miles de fotografías, que más que imágenes son miradas precisas y exactas sobre las maravillas y los horrores del mundo y de la vida.
Economista de formación, dejó el oficio cuando obtuvo de su compañera de toda la vida, Lelia Salgado, en los inicios de los años 1970, una cámara Pentax Spotmatic II, clásica para aficionados. Y con ella se hizo profesional. Salgado tenía, es verdad, otra cámara, de calidad inferior. Pero fue con esa Pentax que descubrió una manera de mirar la vida y extender esa mirada tan suya, tan única, a la humanidad.
Registró pueblos amenazados, tierras devastadas, florestas exuberantes que sobrevivían bajo crecientes amenazas, heleras que se desploman, minas de oro y metales preciosos que transforman hombres en hormigas; es decir, al fin y al cabo registró cómo el ser humano logra resistir frente a lo inimaginable.
Sus imágenes ganaron el mundo y despertaron debates y discusiones, todo ello relacionado con los impactos dramáticos de lo que ocurre. Sus fotos en blanco y negro trajeron, vaya contradicción, luz a los ojos de la humanidad. Una luz cargada de revelación y casi siempre de dolor.
Su trayectoria fue única. Era el más grande, no de ahora, pero sí de las últimas muchísimas décadas. Supo como nadie unir emoción, reflexión, lirismo y denuncia; todo eso, vale reiterar, en blanco y negro.
Dominaba la luz natural como si la hubiera creado. Y tuvo suerte en su oficio.
Un ejemplo: en 1981, él estaba en Washington registrando los 100 primeros días del gobierno de Ronald Reagan, cuando se acercó para fotografiarlo en el justo momento en que un trastornado manifestante disparó contra el mandatario. Sus fotos fueron vendidas por todo el mundo, y así Salgado pudo financiar un viaje a África para su primer gran proyecto individual. Cinco años después lanzó el libro Otras Américas, que registra imágenes geográficas y humanas de Brasil, Bolivia, Chile, Perú, Ecuador, Guatemala y México.
El libro que definitivamente lo consagró, no como el mejor, pero sí como el más grande fotógrafo de las últimas muchísimas décadas, fue Trabajadores, de 1997. Y gracias a una indicación de Alan Riding, el legendario corresponsal de guerra de The New York Times en Centroamérica y mi fraterno amigo, fui el señalado para hacer los textos de ese libro.
Fue así como me acerqué, y mucho, a Salgado. Recuerdo que pasamos unos 10 días en la estancia de un tío suyo en el estado brasileño de Espírito Santo trabajando en los textos. Era un sistema peculiar de trabajo: yo escribía por la noche, dándole vueltas a la luna, y terminaba a eso de las cinco y media de la mañana, cuando Salgado se despertaba. Los dos íbamos a la piscina y entonces él leía mientras yo me iba a dormir.
A media tarde, luego del almuerzo, nos reuníamos para leer línea por línea lo que yo había escrito. Sus observaciones eran pocas, pero todas y cada una de ellas de precisión absoluta.
El mundo perdió la mirada única e insuperable de Sebastião Salgado. Y yo perdí un fraterno amigo. El mundo queda con sus imágenes, yo con mi memoria.
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