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La Jornada: Ojos sin párpados


E

n un video del 7 de mayo pasado, divulgado por Youtube, se escucha una voz situada en un vehículo en movimiento que amedrenta a los pobladores de cuatro municipios (Guanajuato) con ser levantados si se encuentran en las calles después de las 8 pm. En el siguiente video, el mismo vehículo aparece ahora en las cámaras de la policía que vigilan la zona. El terror –es decir, el peligro–, viene desde las alturas y en la oscuridad. Su origen es la cámara pública: el ojo sin párpados que no pestañea un solo segundo. ¿Ha llegado el poder del crimen organizado a tal grado que es capaz de imponer un estado de excepción en vastas zonas?

La respuesta es sencilla: por sí solo, no. Es la segunda cámara –la encargada de la vigilancia pública– la que produce el efecto de auténtica intimidación; la cámara funciona como los ojos –y la voz silenciosa– del Estado. Y es ese silencio el que vuelve transparente el miedo en las calles. A primera vista, se dice que este efecto halla su causa eficiente en la complicidad entre las autoridades y el crimen. En el caso de México, se trata más bien de una colonización de zonas y estructuras del poder público. Y colonizar el Estado significa actuar sobre su dimensión hegemónica, su mirada. Es decir, esa perspectiva que el funcionario, ya sin pensarlo, induce en la sociedad y, a la vez, que la sociedad induce, a través de un disipado y silencioso miedo, en el funcionario mismo.

Felipe Calderón creó un régimen de gubernamentalidad (que, en cierta manera, se ha prolongado hasta la actualidad) peculiar al respecto: hizo de la lógica del crimen organizado una auténtica técnica de gobierno. Desde entonces, el Estado no se propone reducir sustancialmente la escena del crimen, sino tan sólo gestionarla. Por un lado, representa una fuente invaluable de ingresos y enriquecimiento (vía corrupción) para amplias franjas de su burocracia (magistrados, agentes del Ministerio Público, policías, aduanas, miembros del gobierno); por el otro lado, duplica un mecanismo de control y disciplinamiento de la población. Aunque su efecto decisivo se sitúa en la zona de lo político: desarticula, criminalizándola, toda forma de resistencia de acción social.

A principios de los años 30, Antonio Gramsci encontró en el ciclo vicioso que va de la militarización de la vida pública a la profesionalización de las bandas criminales el síntoma de una crisis de hegemonía. ¿Cabría hacer la pregunta si en el México de hoy existe cierto paralelismo? La percepción de un régimen que, en 2018, había perdido ya toda forma de institucionalidad habla acaso de una discronía de esta dimensión.

Andrés Manuel López Obrador llegó al poder bajo la promesa de fijar no tanto una alternativa sino, al menos, una salida. El aumento súbito del gasto social para contener el empobrecimiento de amplias capas de la población señalaba un esfuerzo en este sentido. El narco se abastece de jóvenes excluidos a tal grado que hoy la sociología los llama ya no marginales, sino sectores desechables. Y son precisamente ellos, el bajo narco, los que mueren y a los que la policía detiene. ¿Cuándo se ha visto preso un banquero que lava dinero, un empresario que la comercializa, un jefe militar que les cuida las espaldas? El alto narco goza de una inmunidad hiriente (la excepción a la regla fue Genaro García Luna, cautivo de la justicia estadunidense). Sin embargo, el sexenio exhibió múltiples elementos del esquema neoliberal; sobre todo el de la individuación de la política. Nunca se abrieron las puertas para que la sociedad definiera sus formas propias de autoorganización –acaso la clave de una salida a la crisis hegemónica–.

Sería demasiado pedir que el partido Morena mostrase una sensibilidad al respecto. Su actual composición social y política se mueve exactamente en la dirección contraria. Algo que sus dirigentes en el gobierno deberían al menos cobrar es una mínima perspectiva de esta radical limitación. El problema es, en realidad, mucho más complejo que su dimensión policiaca y jurídica. Reside, sin duda, en la capacidad para rehacer una economía capaz de responder a las exigencias de las franjas más marginalizadas. (Ser marginal significa hoy hallarse fuera de toda opción de movilidad social). Pero sobre todo: en un esfuerzo de repolitizar a la sociedad.

En los años 90, el Partido de la Revolución Democrática optó por una política exactamente inversa: fragmentar a los organismos civiles y sociales hasta decimarlos. Un ejemplo: en la Ciudad de México en 1995 existían cuatro grandes organizaciones de comerciantes ambulantes, hoy suman más de un centenar. Lo mismo ha sucedido hasta la fecha en los espacios del sindicalismo, de las organizaciones campesinas, de derechos humanos y de paz.

Sin un nuevo ethos en el que el mundo subalterno cuente (y se encuentre) con sus propias fuerzas autónomas, todo intento de descriminalizar la política acabará probablemente en el fracaso.



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