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In memoriam, Ximena Guzmán Cuevas


V

an pasando los días, y la incredulidad y el recelo aumentan. Los acontecimientos recientes y violentos nos dan la razón, estamos en una etapa crítica donde la barbarie se muestra en su expresión más burda e inhumana.

Pero, insistimos, esas metas por las que Ximena y José se han convertido en mártires, cada día se fortalecen y seguirán fortaleciendo nuestras convicciones. El silencio no nos atrapará, la oscuridad tampoco. Insistimos también en que la verdad abrirá nuevas posibilidades de caminar por una ruta más humanitaria.

Eliminar las causas por las que la delincuencia de cualquier nivel crece es la mejor ruta, y ésta fue una de las tareas de la maestra Guzmán. Por lo pronto, seguiremos resistiendo. Compartimos con ustedes la segunda parte del texto escrito por sus compañeros y compañeras para resaltar el aspecto más íntimo de Ximena, su compromiso profundo con la construcción de una personalidad fuerte, incorruptible y realista a favor de una mejor sociedad:

III. El disparo de salida contra el disparo de meta

La pistola que inicia la competencia no es de violencia, sino una invitación al agón, ese combate sagrado donde vencer al rival es honrar su valor. Ximena lo sabía, no se corre para humillar, sino para elevar el duelo a categoría de arte.

Se entrega lo mejor de uno mismo como ofrenda a los rivales, el ego se olvida, el cuerpo se vacía para enaltecer el esfuerzo. Era en las curvas donde Ximena se mostraba más aguerrida y atacaba incluso por fuera de la curva para ganar lugares, algo a lo que muy pocos se atreven.

Hace unos días sonó el último disparo que escucharía Ximena, lejos, muy lejos de la sana competencia, lejos de toda regla, y sobre todo, lejos de la rivalidad leal, donde las únicas armas que se portan son el trabajo y sudor de años de esfuerzo, la disciplina inquebrantable, los spikes y la integridad. Lejos de la pista donde el único disparo que suena es el del inicio de la competencia, no el del final de una vida.

No hubo tiempo siquiera para subir la adrenalina a tope, para soñar con la actividad deportiva, para visualizarla y correr en ella recordando tus mejores marcas, el mejor momento; no hubo tiempo para sentir ese estremecer en el cuerpo cuando se siente de nuevo lo que es estar ahí, antes del disparo. Tampoco hubo oportunidad de mirar a su rival, de desearse suerte (con aquella sonrisa) el uno al otro sin decirse nada, estoicos, entregados al ritual de la muerte que supone correr en esas pistas de tartán, rápidas cuando se sabe correr en ellas, pero aleccionadoras cuando no son duras, abrasivas; nadie quiere llevarse a casa las heridas de quemadura que implica caer en esa lava petrificada.

IV. Epílogo

Si la hubiera conocido, si ese pobre infeliz que le robó el aliento hubiera cruzado su mirada con la de Ximena, aunque fueran sólo cuatro minutos, habría entendido. Habría visto que asesinarla no era matar a una mujer, sino arrancarle al mundo un músculo de cambio; pequeño, sí, pero hecho de esa fibra que sólo forjan los obstinados, los que corren contra viento y miedo, nuestra David contra Goliat.

Ese disparo (sórdido, cobarde) fue la única competencia desleal en la que Ximena no tuvo chance de clavar sus spikes en el tartán ni de medir su aliento contra el del rival. No hubo salida en bloque ni codazos y patadas ni curva que negociar ni táctica posible. Sólo el silbido de una bala silenciada que, en vez de dar la salida a una carrera, le robó hasta el derecho a jadear.

Pero aquí está el truco final, la paradoja que sus asesinos no calcularon: cuando ser cortan los músculos de cambio no mueren. Florecen en surcos subterráneos, raíces que atraviesan el tartán y brotan en gestos anónimos como olivos y laureles.

Cada vez que un corredor elige ayudar al que tropieza, cada vez que una sonrisa comprensiva se extiende más allá de la meta para levantar al rival vencido, Ximena respira. No en carne, sino en ética convertida en latido colectivo. En esa ética que aprendió entre esas pistas con curvas de fuego y las nevadas de las grandes montañas: que competir es, al final, un acto de fe en el otro.

El disparo quiso silenciarla, pero sólo logró transfigurarla en leyenda, y las leyendas, como bien saben los poetas del esfuerzo, no se miden en segundos, sino en semillas. Así, el eco de sus zancadas ya no pertenece al estadio, ahora es el viento que empuja a los que corremos contra todas las noches en busca de un nuevo amanecer, allá, donde podamos abrazar los albores de la utopía.

¡Justicia para Ximena Guzmán Cuevas y José Muñoz Vega!

(colaboró Ruxi Mendieta)



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