Advertisement

Breve historia de un festival cuarentón


I

niciar un festival de cine mexicano a mediados de los años 80 fue ciertamente un acto de osadía –algunos dirían de insensatez–, pues esa década ha quedado como la más desafortunada en la historia de nuestro cine. Una abundancia avasalladora de las llamadas sexicomedias y de aventuras fronterizas aplastaban cualquier intento de cine de autor legítimo.

Eso no intimidó a Jaime Humberto Hermosillo, ni a Raúl Padilla en su iniciativa de fundar en Guadalajara la primera Muestra de Cine Mexicano en 1986, una especie de oasis refrescante en ese páramo en que se había convertido el cine mexicano. Los invitados a toda la muestra fuimos un puñado de críticos de casa: Emilio García Riera, Eduardo de la Vega y quien esto escribe. También hubo extranjeros: el español Diego Galán, el neoyorquino Elliott Stein y el canadiense Robin Wood. La programación no era muy amplia, pero interesante.

Haciendo a un lado falsas modestias, Hermosillo presentó una retrospectiva de su propia filmografía, cosa de especial interés para los críticos de fuera quienes sólo conocían algunos títulos. También participaron algunos largometrajes dignos, muy pocos. Y, sobre todo, cortos producidos por las escuelas de cine –en ese entonces había sólo dos en todo México: el Centro de Capacitación Cinematográfica y el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. La mayoría de los directores fueron convocados a presentar sus ejercicios.

Lo importante es que también había producción de la ciudad sede. Uno de esos trabajos, el corto Doña Lupe, fue el promisorio primer paso de una carrera que, a la postre, resultaría fundamental en el panorama mundial del cine fantástico: la de Guillermo del Toro.

La muestra siguió creciendo con el tiempo. Hermosillo dejó de dirigirla después del tercer año y otras personas entraron al quite. Quien más duró en esa primera época fue Mario Aguiñaga, que también era funcionario en el Imcine.

Los siguientes relevos en el mando fueron tan imprevisibles que hasta a mí me tocó dirigir la muestra, en el año de 1997. Raúl Padilla me ofreció dicha responsabilidad y acepté en un acto de inconsciencia. Es el trabajo más difícil y estresante que me ha tocado desempeñar en toda mi vida.

Ese fue el primer año en que se midieron realmente las consecuencias que el llamado error de diciembre, de 1994, provocó en la producción del cine mexicano. No tuvimos que hacer una selección de la producción reciente. Se exhibió lo que había, punto. Recuerdo una película sobresaliente: Sexo, pudor y lágrimas, de Antonio Serrano, que luego resultó ser uno de los mayores éxitos de taquilla en la historia del cine nacional.

Siguieron otros directores en el camino de la consolidación del evento: Susana López Aranda, Guillermo Vaidovits y Kenya Márquez. Pero no fue sino hasta 2005 que la muestra cambió de nombre y se convirtió en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara, con una sección dedicada al cine mexicano y otra al iberoamericano. Con Jorge Sánchez a la cabeza a partir de 2006, el festival creció de manera notable con docenas de secciones nuevas.

Les ahorro el nombramiento de todas las iniciativas de industria que surgieron con los cambios. (Consulten por favor la página de Wikipedia, que allí vienen todas). Lo importante es que el FICG sigue siendo el único festival mexicano que cuenta con una sección de Mercado.

La dirección de Iván Trujillo Bolio, desde 2011, apuntaló dicho crecimiento y el festival por fin encontró su sede definitiva en el Conjunto de Artes Escénicas, que alberga a la Cineteca del FICG. En el planeamiento de la obra, Raúl Padilla había calculado que ese Centro Cultural Universitario se convertiría, con el tiempo, en una zona provista de hoteles y restaurantes. Como eso no ha sucedido todavía, el festival se enfrenta a la complicada logística de transportar a sus invitados de un lado para otro. Eso –para un viejo como quien esto escribe– es una monserga, pero los acreditados más jóvenes lo toman con filosofía.

Le ha tocado a Estrella Araiza, la directora del FICG desde 2019, celebrar los meritorios cuarenta años de un festival que supo crecer de acuerdo con sus necesidades. Muchísimas cosas han pasado en esas cuatro décadas y me encantaría contarles algunas más, pero no es momento para chismes. En este país donde las iniciativas culturales son efímeras y se miden por sexenios, eso significa un triunfo que es forzoso festejar con ganas. ¿Dónde están esos tequilas?

X: @walyder

(Texto escrito para una publicación conmemorativa del FICG)





Source link

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *