Este año se cumplieron 50 años de un momento histórico. El 4 de abril de 1975 dos jóvenes que respondían al nombre de Bill Gates y Paul Allen daban vida al que iba a ser uno de los mayores imperios de software de la historia: Microsoft. Contábamos para una fecha tan señalada que después de cinco décadas, lo alucinante no era que siguiera existiendo, sino que siga siendo tan relevante. Bueno, aquí va una historia que resume perfectamente lo que iniciaron Gates y Allen… y por qué tienen el dinero por castigo.
La eternidad digital. La historia la recuperaba este fin de semana la BBC. Contaba el medio británico que, a pesar del avance imparable de la tecnología, todavía hoy hay una sorprendente porción del planeta moderno que sigue funcionando gracias a equipos que ejecutan sistemas operativos de Microsoft lanzados hace décadas. Desde ascensores en hospitales neoyorquinos que aún usan Windows XP hasta trenes alemanes que requieren técnicos expertos en Windows 3.11 y MS-DOS, el legado del software de Microsoft no solo sobrevive: está profundamente arraigado en las infraestructuras críticas del día a día.
Dicho de otra forma: aunque la compañía ha volcado sus inversiones en la inteligencia artificial como su nueva apuesta de futuro, el presente está lleno de ecos de su pasado, con máquinas que, literalmente, aún están arrancando después de 20 o 30 años. Un fenómeno que revela dos cosas: la durabilidad y estabilidad de ciertos sistemas antiguos… y el enorme coste y complejidad de reemplazarlos, especialmente en sectores donde lo funcional prima sobre lo moderno.
La paradoja de la eficiencia obsoleta. Pero hay mucho más, por supuesto. Para cajeros automáticos, impresoras industriales, trenes metropolitanos o sistemas hospitalarios, cambiar de sistema operativo no es tan simple como pulsar “actualizar”. Requiere reescribir software propietario, actualizar hardware especializado y cumplir normativas de seguridad y compatibilidad. El resultado es que muchas instituciones siguen dependiendo de tecnologías oficialmente abandonadas, como Windows NT o Windows 2000.
Incluso en contextos gubernamentales, como el Departamento de Asuntos de Veteranos de Estados Unidos, los registros médicos se gestionan sobre una arquitectura digital que nació en 1985, con interfaces textuales que exigen comandos en mayúsculas y rutas completas de archivos. Esta persistencia no solo refleja una forma de inercia institucional, sino también una estrategia empresarial. Microsoft (Gates y Allen) tuvo un pensamiento “visionario” desde el punto de vista de los negocios: permitir que los usuarios siguieran utilizando el hardware existente, pero vendiéndoles licencias en lugar de imponer obsolescencia, a diferencia de, por ejemplo, Apple, que promovía la renovación total.
La trampa invisible. El coste humano de mantener estos sistemas también es tangible. La BBC lo explicaba con casos de profesionales como el psiquiatra Eric Zabriskie, que relata días enteros condicionados por el arranque de máquinas que tardaban 15 minutos en encenderse, o artesanos como Scott Carlson, que dependen de CNCs que solo funcionan con Windows XP (a pesar de los frecuentes fallos).
Esta situación genera una clase de dependencia sorda, una en la que los sistemas siguen vivos no por nostalgia, sino por necesidad. Para muchos, lo más preocupante es la fragilidad estructural que implica: infraestructuras críticas dependen de tecnologías para las que ya no hay soporte técnico, ni desarrolladores disponibles, ni parches de seguridad ante amenazas cibernéticas. En otros casos, como en la red ferroviaria de San Francisco, se sigue iniciando cada jornada insertando un disquete para cargar un sistema DOS.
Sí, la imagen es anacrónica, pero real.
Arqueología del presente. Eso sí, no todos ven la situación con resignación. Algunos, como la investigadora Dene Grigar, han asumido la conservación de estos sistemas como una forma de arte y archivo cultural. En su laboratorio de literatura electrónica en la Universidad Estatal de Washington, mantiene en funcionamiento 61 ordenadores antiguos, desde los años 70 hasta principios de los 2000, para preservar obras digitales pioneras que dependen del hardware y software originales para ser experimentadas tal como fueron concebidas.
A su juicio, los emuladores modernos no pueden capturar la experiencia completa de obras interactivas y participativas que definieron los comienzos de la narrativa digital. Su colección incluye desde videojuegos hasta zines de Instagram, todos mantenidos con cuidado casi museístico. Lo único que le falta, cuenta, es una máquina capaz de leer disquetes de cinco pulgadas.
Imperio de lo inmortal. El resumen es que la longevidad de los sistemas Windows no es casual. De fondo está profundamente ligada a esa filosofía comercial centrada en la flexibilidad del cliente: permitir que organizaciones grandes y pequeñas sigan utilizando sus viejos ordenadores sin forzarlos a saltos tecnológicos disruptivos. Así, Windows no solo ha sido una herramienta de productividad, sino que se ha convertido en una especie de capa invisible de la civilización moderna.
Una paradoja también, ya que mientras Microsoft mira al futuro con su apuesta por la IA, buena parte del mundo aún vive dentro del ecosistema que la empresa construyó hace décadas. Como resumía en la BBC el desarrollador M. Scott Ford, “Microsoft es simplemente algo con lo que te quedas atrapado”.
La longevidad de sus sistemas del pasado es testimonio de su dominio y de su enfoque empresarial: permitir que los usuarios sigan usando equipos antiguos mientras pagan licencias, una estrategia que, décadas después, aún mantiene vivos fantasmas tecnológicos del pasado. Una especie de CTRL+ALT+SUPR eterno que, como decía Lee Vinsel, profesor de Virginia Tech, “hace de Windows la infraestructura definitiva, y por eso Bill Gates es tan rico”.
Imagen | Armartinell, Charis Tsevis
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