James Cameron se estrenó en el género con una película de poco presupuesto y baja expectativa que resultó ser un éxito de taquilla.
Una de las frases más breves y famosas del cine de los últimos cuarenta años se pronuncia en esta película: “Volveré”. Pero hay otra que tiende a pasar más desapercibida y merece destacarse: “No vendrá nadie más”.
La dice Kyle Reese, el soldado humano enviado desde el futuro para intentar detener al casi indestructible robot que tiene como misión matar a Sarah Connor, la madre del futuro líder que impedirá que las máquinas se apoderen del planeta: “Solo estamos él y yo”.
Eso pudo ser verdad en su momento, pero el tiempo ha demostrado que ninguna ley de guion puede resistirse a la posibilidad de recaudar dinero con todas las continuaciones posibles.

Y volvieron…
Nos han visitado terminators y guerreros del futuro a docenas, en cine y en televisión, aunque las últimas entregas de la serie –”Terminator Génesis” (2015) y “Terminator, destino oscuro” (2019)– parecen dejar claro que la idea de robots exterminadores cada vez más avanzados persiguiendo a sus blancos humanos y luchando contra otros robots no da ya mucho más de sí.
Pero queda la primera, la mejor de todas. Cuando en 1991 James Cameron rodó “Terminator 2: El juicio final”, la única novedad fue hacer bueno al androide interpretado por Arnold Schwarzenegger: por lo demás, es casi la misma película, aunque con mucho más dinero detrás.
Terminator combina temas habituales en la ciencia ficción: los viajes en el tiempo, la posibilidad de alterar el futuro viajando al pasado, las máquinas apoderándose del mundo…
Todo ello aderezado con un ominoso cíborg que no parece haber prestado mucha atención a las leyes de la robótica de Asimov.
Caras poco conocidas
Pero nada de eso convenció demasiado a Orion Pictures, que aprobó un ajustado presupuesto de 6,5 millones de dólares para una cinta concebida por secundones: la única experiencia de James Cameron como director era “Piraña II: los vampiros del mar” (1981).
Gale Anne Hurd, productora y coguionista, tenía un currículum todavía más cutre; y Arnold Schwarzenegger había empezado a descollar con “Conan el Bárbaro” (1982), pero aún no era la megaestrella en la que se convertiría, gracias, precisamente, a esta película.
La anécdota es bien conocida: en principio, Schwarzenegger se presentó para el papel del héroe –que acabaría en manos de Michael Biehn–, pero enseguida se dio cuenta de las posibilidades que ofrecía el propio terminator.

Como un robot
Cameron estuvo de acuerdo, entre otras cosas, porque era difícil concebir un personaje capaz de intimidar a un héroe interpretado por Schwarzenegger (problema que en la segunda parte quedaría resuelto con la creación del terminator de metal líquido).
El actor se preparó para el papel a conciencia: además de perfeccionar una manera artificial de moverse y caminar, practicó durante un mes con todas las armas que tendría que utilizar en la película.
Aprendió a montar y desmontar las armas con ambas manos y los ojos vendados hasta que sus movimientos fueron automáticos; iguales que los que emplearía un robot.

Solo catorce frases
Cameron aumentó esta impresión reduciendo al máximo el diálogo de Schwarzenegger –solo catorce frases en toda la película– para que el terminator fuera una presencia aún más deshumanizada.
Y la trama avanza al ritmo frenético de las películas de acción de la época, en las que las persecuciones y los tiroteos estaban a la orden del día.
Era, según nos avisaba un rótulo al principio de la cinta, un duelo por el futuro de la humanidad. Y nada lo anticipaba mejor que el plano del principio tomado desde el observatorio de Los Ángeles, en el que un terminator desnudo contempla las vistas de la ciudad de noche, como examinando su territorio de caza.
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