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El derecho a la ciudadanía


U

na de las órdenes ejecutivas más descabelladas que Donald Trump ha firmado es la de eliminar la enmienda 14 de la Constitución de Estados Unidos, que desde 1868 garantiza la ciudadanía a cualquier persona que haya nacido en territorio estadunidense, incluyendo a quienes fueron esclavos. Relativa a esa determinación, la Constitución establece, además, igual protección bajo la ley a todos los ciudadanos y prohíbe a los estados la privación de la libertad a cualquier persona sin juicio previo.

A pocas horas de que Trump firmó la orden ejecutiva, los procuradores de 22 estados y una docena de organizaciones de derechos humanos demandaron, mediante amparos, la suspensión de la orden, invocando su inconstitucionalidad, por lo que su aplicación quedó en suspenso en tanto la Suprema Corte de Justicia determine su validez. Cabe añadir que, de acuerdo con una encuesta de la Universidad de Pensilvania, 56 por ciento de la población adulta se manifestó en contra de dicha orden. No se especifica la metodología que da base a esa determinación, pero, en cualquier caso, es relevante que el otro 44 por ciento estuvo de acuerdo o no se manifestó al respecto.

En unos días, la Suprema Corte escuchará los argumentos en pro y en contra de la legalidad de dicha orden ejecutiva. Su decisión será una de las más trascendentes en la historia de la nación. Entre las cuestiones legales más complicadas que se discutirán es la pertinencia de su retroactividad. De aprobarse, pudiera poner en tela de juicio a los habitantes de una nación en la que la gran mayoría son descendientes de extranjeros. Los únicos que preservarían la nacionalidad estadunidense serían los pobladores originarios del territorio que hoy forma Estados Unidos. En otras palabras, los indios americanos, que paradójicamente fueron ilegalmente privados de sus tierras por inmigrantes ilegales. También pudiera tener consecuencias en los pobladores originarios de las tierras que se anexaron a lo que hoy es parte del país vecino, una de las demandas históricas del movimiento chicano. Es evidente que muchos de esos supuestos pasarían por el cedazo del sistema jurídico estadunidense, pero por muy descabelladas que fueran las interpretaciones, ninguna sería más descabellada que la orden ejecutiva que dio lugar a mil y una controversias.

Se especula que la decisión última estará en manos del magistrado John Roberts, quien en su calidad de presidente de la Corte escribirá una opinión que pudiera normar el criterio de los miembros de ese tribunal.

Es sabido que más de la mitad de sus integrantes son conservadores, pero entre ellos hay algunos moderados que pudieran inclinar la balanza en un sentido en el que prevaleciera el buen juicio y el sentido común sobre el impacto que pudiera tener un fallo que, en última instancia, diera la razón al presidente de una nación de 350 millones de habitantes, la mayoría con antecedentes extranjeros.

La discusión no es nueva y uno de sus antecedentes más recientes pudiera situarse en la acusación de Trump al poner en cuestión la nacionalidad de Obama, debido a que su padre era africano. El asunto quedó saldado cuando Obama presentó su acta de nacimiento en la que se asentaba que su madre había nacido en Kansas y él en Hawai.

Sólo cabe agregar que el derecho a la nacionalidad conocido como ius soli es un principio o derecho jurídico que otorga la nacionalidad de una persona por el solo hecho de haber nacido en un determinado territorio, independientemente de la nacionalidad de sus padres.

Al margen de los ánimos racistas y vengativos de Trump, su intención de cambiar una norma constitucional tan relevante es un tema de importancia cardinal en los próximos meses, y tal vez años, en los que la Suprema Corte escuchará argumentos en pro y en contra, y deliberará en torno a la posibilidad de cambiar una norma que afectaría profundamente a una nación cuya gran mayoría tiene orígenes extranjeros.



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