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El extraño poder que los jugadores ejercemos sin darnos cuenta en nuestros mundos virtuales – SimCity


Cuando jugamos a un city builder, adoptamos un rol que parece aparentemente claro: somos el arquitecto, ese dios invisible dueño de todas las cosas que decide el devenir de nuestro “pueblo”. Diseñamos calles, gestionamos recursos, decidimos dónde vivirán los ciudadanos anónimos que pueblan nuestros mundos digitales. Sin embargo, bajo esa capa de diseño estratégico e inofensivo se esconde una pregunta mucho más profunda: ¿hasta qué punto ejercemos un poder ético sobre aquello que creamos?

Cada elección que tomamos —subir los impuestos, construir una carretera, talar un bosque— afecta a un número incontable de vidas que, aunque virtuales, siguen siendo vidas que se asemejan a la humana. No podemos, entonces, evitar preguntarnos: ¿tenemos derecho a ser dioses caprichosos en estos mundos?

De la planificación a la omnipotencia

Los city builders, desde SimCity hasta Cities: Skylines, nos colocan en un lugar intermedio entre el planificador racional y el dios omnipotente. Nuestro trabajo no es solo eficiente: también moldea el destino de nuestros súbditos invisibles.

Podemos construir utopías perfectas o sumir a nuestras ciudades en el caos más absoluto, la elección es de cada uno. Podemos priorizar el bienestar de la población o maximizar la rentabilidad económica sin ningún tipo de miramiento. La herramienta es la misma, sí, pero el uso que hacemos de ella define el tipo de “arquitecto” que decidimos ser.

Esta dualidad plantea una cuestión incómoda: si todo es posible, ¿qué dice de nosotros las decisiones que tomamos en el juego?

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Vista de una ciudad en Tiny Glade

Ética en un mundo de píxeles

Una de las reflexiones más fascinantes sobre los city builders es que, a pesar de tratar con seres virtuales, muchos jugadores desarrollan un sentido real de responsabilidad —no se a vosotros, pero a mi me pasa, como al señor de ese capítulo de la nueva temporada de Black Mirror—.

La felicidad de los ciudadanos se convierte en este caso en una especie de métrica emocional. Las catástrofes naturales no son solo obstáculos mecánicos sino que son tragedias que afectan a miles de pequeñas existencias. La pobreza, la contaminación, la congestión… dejan de ser simples números para convertirse en síntomas de nuestros propios errores como gobernantes y tocarnos de lleno la moral.

Es cierto que la mayoría de los juegos de este género no imponen castigos morales explícitos —tal vez deberían—, pero sí nos enfrentan a las consecuencias de nuestras elecciones. Así, nos vemos obligados a preguntarnos: ¿es ético construir una ciudad pensada solo para crecer económicamente si ello implica sacrificar la calidad de vida de sus inocentes habitantes?

Narradores silenciosos

Más allá del control y la estrategia, los city builders nos convierten también en narradores. Cada ciudad cuenta una historia única: la de ese modesto pueblo que se convirtió en una gran metrópoli, la de la ciudad que fracasó tras una crisis energética, la de los ciudadanos que lucharon contra un sistema injusto impuesto desde arriba, etcétera.

Aunque no escribimos diálogos ni diseñamos personajes uno por uno, nuestra mano invisible traza de alguna manera los grandes capítulos de estas historias colectivas. El diseño de los barrios, la disposición de los parques, el acceso a la sanidad o la educación: todo ello va construyendo una narrativa sobre el tipo de sociedad que estamos fomentando. Y en esa narrativa, cada jugador revela, quizá sin saberlo, parte de su propia visión del mundo.

Nebuchadnezzar
Nebuchadnezzar

Caos en Nebuchadnezzar

Dioses distraídos

Sin embargo, con frecuencia, en nuestra búsqueda de la mayor optimización posible olvidamos que estamos manejando “vidas”. Cuando aumentamos el tráfico o reducimos el gasto en servicios públicos para que los beneficios suban como la espuma, estamos actuando como dioses distraídos que anteponen la eficiencia a la humanidad.

Los simuladores modernos, como Surviving Mars o Frostpunk, nos obligan a enfrentar directamente este dilema. Nos empujan a tomar decisiones duras, como racionar el agua o incluso a permitir el trabajo infantil para garantizar la supervivencia de la colonia.

En estos contextos extremos, los city builders dejan de ser solo juegos de construcción y se transforman en escenarios de dilemas morales nada fáciles de afrontar. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para mantener vivo nuestro sueño urbano?

Los city builders dejan de ser solo juegos de construcción y se transforman en escenarios de dilemas morales nada fáciles de afrontar.

El placer oscuro de destruir

Curiosamente, una parte inherente de los city builders es la opción de destruir. No solo sufrir desastres naturales, sino desencadenarlos voluntariamente: provocar incendios, liberar monstruos, inundar barrios enteros.

La posibilidad de borrar con un clic lo que hemos creado ofrece un extraño placer de poder absoluto y, a veces, incluso nos hace gracia. Como jugadores, exploramos la tentación de la destrucción, a menudo sin culpa después. Pero este impulso también refleja algo más profundo: la necesidad de sentir que, aunque sea en un mundo virtual, podemos ejercer control total en un entorno donde todo responde a nuestra voluntad —bastante turbio si lo pensamos bien—.

¿Por qué disfrutamos tanto viendo arder nuestras propias ciudades? ¿Es una forma de liberar tensiones? ¿O una expresión de la naturaleza ambivalente que tenemos como seres creativos y destructivos a la vez?

El jugador como espejo

Al final, el rol del jugador en un city builder funciona como un espejo. Las decisiones que tomamos —y cómo nos sentimos respecto a ellas— hablan de nuestras propias ideas sobre la autoridad, la planificación, el progreso y la justicia.

Algunos jugadores diseñan ciudades verdes y sostenibles; otros crean junglas de asfalto funcionales pero inhumanas. Algunos priorizan la felicidad de la población; otros sacrifican todo en nombre del crecimiento económico. Y en todos los casos, el juego no juzga: simplemente refleja.

En esa libertad de acción y en esa falta de juicio explícito reside parte de la magia (y también del riesgo) de los city builders: nos permiten ver cómo actuaríamos si realmente tuviéramos un poder ilimitado.

El impacto de esta reflexión no se queda dentro de la pantalla. Muchos arquitectos, urbanistas y diseñadores urbanos actuales crecieron jugando a city builders. Estos juegos no solo enseñaron mecánicas de planificación: plantaron semillas sobre la importancia del espacio público, la conectividad o la distribución de los recursos, por ejemplo. Así, los city builders no solo son entretenimiento: son pequeñas escuelas de ética, responsabilidad y visión de futuro.

¿Planificadores, dioses o narradores?

Volviendo a la pregunta inicial, quizá la respuesta sea que, en los city builders, somos un poco de todo. Somos planificadores que buscan optimizar, dioses que deciden destinos y narradores que cuentan historias de éxito o fracaso.

Y, como en toda buena historia, lo importante no es solo el final, sino el camino recorrido: las decisiones tomadas, los sacrificios hechos, los ideales perseguidos.

En nuestros mundos digitales, como en la vida real, construir no es solo una cuestión técnica: es, sobre todo, un acto profundamente humano.

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