El repentino entusiasmo por las gafas inteligentes recuerda menos a una revolución tecnológica que a una campaña de marketing de manual: medios y fabricantes hablan de «renovado interés», mientras las cifras de adopción siguen siendo minúsculas y el fantasma del glasshole vuelve a pasearse por nuestras calles. Pese a la promesa de la inteligencia artificial y al supuesto cansancio con el smartphone como categoría, el verdadero reto sigue siendo convencer a la mayoría de que necesita ponerse otro dispositivo en la cara.
Meta presume de haber vendido dos millones de Ray-Ban Meta desde 2023 a pesar de ser el monstruo devorador de privacidad que es, y de querer fabricar diez millones anuales antes de 2027. Aún así, esa producción apenas roza el 4% de la demanda mundial de smartphones, pero aun así pretenden presentarla como si supuestamente la categoría hubiera despegado de forma definitiva. Incluso sumando a Snap y sus futuras Specs, el mercado global no pasó de 3.3 millones de unidades en 2024. ABI Research confía llegar a quince millones en 2030, una gota en el océano de los 1,400 millones de smartphones vendidos cada año.
Por otro lado, en la práctica, la gran mayoría de las gafas inteligentes de consumo siguen atadas al smartphone: las Ray-Ban Meta ni siquiera se encienden si no las emparejas con la app de Meta en un terminal con iOS 14.4 o Android 10 como mínimo, las Spectacles de Snap también exigen Bluetooth LE y Wi-Fi Direct en el móvil y una versión reciente de la app de Snapchat para poder transferir vídeo y actualizar firmware, e incluso las pioneras Google Glass planteaban la «experiencia completa» como dependiente de la conexión Bluetooth al teléfono. ¿Por qué esa dependencia? Simplemente, porque los límites de tamaño y batería obligan o bien a hacer un dispositivo enorme, algo poco adecuado si pretendes llevarlo en la cara, o a delegar gran parte de la conectividad, el almacenamiento y, sobre todo, la conexión a la red móvil en un dispositivo externo que ya llevamos encima. El teléfono actúa como módem, fuente de datos y a veces incluso como coprocesador que aligera la carga de la NPU integrada en las gafas.
En el extremo opuesto, los modelos industriales como Vuzix M400, RealWear, etc. sí incluyen Wi-Fi de doble banda, Bluetooth 5 y hasta GPS, de modo que pueden funcionar solos en entornos corporativos o conectarse directamente a sistemas de back-office, pero hablamos de dispositivos más caros, pesados y pensados para usos profesionales muy concretos, no para el bolsillo del gran público. La tendencia podría apuntar a cierta emancipación, como en el caso de Qualcomm, que acaba de mostrar un prototipo con su nuevo chip Snapdragon AR1+ capaz de ejecutar un asistente generativo on-device sin teléfono ni incluso conexión a internet, pero aun así, mientras la batería, el ancho de banda y el calor sigan siendo cuellos de botella, las gafas inteligentes comerciales seguirán viendo el smartphone como una muleta imprescindible.
Lo que decididamente ha despegado es la ambición de recopilar datos: una actualización de Meta el pasado abril activó por defecto la función «Hey Meta», que envía fotos, vídeos y comandos de voz a los servidores de la compañía para entrenar modelos de inteligencia artificial, y eliminó la posibilidad de desactivar el almacenamiento de grabaciones. Dicho de otro modo, basta con olvidar desmarcar una casilla para que tus gafas se conviertan en un sensor perenne de todo lo que ves y dices en cada momento.
El resultado es un dispositivo que puede filmar, geolocalizar y eventualmente reconocer rostros sin que el resto del mundo sea plenamente consciente de ello. No sorprende que la prensa financiera hable de «Glassholes, parte II» y que resurjan los debates sobre la legalidad del reconocimiento facial en Europa. La CNIL francesa y otras autoridades europeas ya advierten de la incompatibilidad de estos usos con el RGPD, sobre todo porque la carga de informar y obtener consentimiento recae en el usuario final, y no en Meta.
Paradójicamente, este conflicto ético podría ser lo que acabe de hundir la categoría antes de despegar: si para disfrutar de una traducción en tiempo real debemos aceptar que una multinacional grabe hasta nuestros silencios, quizá algunos perciban que el intercambio resulta demasiado caro. Y, como demuestra la propia historia de las Google Glass, bastan unos pocos incidentes virales para convertir un «producto aspiracional» en un objeto de rechazo social que haga que lo más habitual cuando te calces unas gafas de Meta sea que venga alguien y te quiera partir la cara.
Más que un salto evolutivo, las smart glasses parecen el enésimo intento de la industria por normalizar la vigilancia ubicua bajo la promesa de una supuesta comodidad. Tal vez la pregunta correcta no sea si la tecnología está lista, sino si los usuarios están dispuestos a pagar con su intimidad por la supuesta magia de la inteligencia artificial que flota sobre sus pupilas, y por parecer supuestamente más cool con unas Ray-Ban gordas puestas en la cara.
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