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La Jornada: La disputa por Zapata


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miliano Zapata es quizá el personaje histórico con el que más se identifican los movimientos sociales de nuestro país durante los últimos cien años. Su figura trasciende el ámbito agrario. Si bien representa la lucha por la tierra, la justicia, la libertad, y la dignidad de los pueblos y comunidades campesinas de México, su figura, sus principios y su legado han sido recuperados también por las luchas sindicales, magisteriales, estudiantiles, urbanas, indígenas y ambientalistas, incluso, más allá de nuestras fronteras. También ha sido reivindicado por partidos y organizaciones políticas de izquierda.

Esto se explica porque tal vez el zapatismo haya sido la experiencia histórica más radical en nuestro acontecer. Llevó a cabo la más profunda reforma agraria en la que los campesinos recuperaron sus tierras y las defendieron con las armas en la mano. Su proyecto de nación, que llevaron a la práctica en Morelos, Guerrero, Puebla, el estado de México, Tlaxcala y las zonas rurales del Distrito Federal, se basaba en un gobierno al servicio de los más pobres, de las familias rurales indígenas, afrodescendientes y mestizas, con gobernantes electos libremente por las comunidades y con un empoderamiento popular que permitía que las comunidades respaldaran y fortalecieran al ejército libertador zapatista y que éste las defendiera de los hacendados, de los caciques y de los enemigos externos que buscaron acabar de raíz con ese experimento democrático y libertario.

El zapatismo se enfrentó a cinco gobiernos nacionales, los de Porfirio Díaz, León de la Barra, Madero, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza, en una guerra ininterrumpida de nueve años. Los pueblos y comunidades zapatistas sufrieron la mayor violencia y destrucción en esa década.

Decenas de pueblos fueron arrasados, con miles de pobladores fusilados, deportados, recluidos en campos de concentración. Sus cultivos fueron saqueados y muchos de ellos destruidos.

Y a pesar de esa violencia y de que su economía estaba casi destruida, los pueblos seguían apoyando a Zapata y a los guerrilleros del ejército libertador.

Zapata era la encarnación de una resistencia indígena de casi cuatro siglos contra las haciendas, contra el supremo gobierno, contra quienes buscaban acabar con su identidad comunitaria. La única manera de terminar con esa resistencia era eliminar a Emiliano Zapata. Por eso su asesinato fue un crimen de Estado ordenado por Venustiano Carranza.

Pero para acabar con el zapatismo, sus enemigos, que construyeron el Estado posrevolucionario, se dieron cuenta de que podían legitimarse convirtiendo a Zapata en uno de los héroes forjadores de la patria, dentro de un panteón en el que cabían desde los liberales del PLM hasta Lázaro Cárdenas.

La apropiación de Zapata por el Estado posrevolucionario se basó en dos estrategias. Una ideológica, discursiva, en la cual el Caudillo del Sur era uno de los próceres de la epopeya del pueblo mexicano por construir una sociedad más justa, libre y democrática. Representaba la pureza de los ideales en favor de las comunidades campesinas.

Dicha reivindicación sólo podía ser útil para la legitimación del Estado si los representantes de éste hacían suyos esos principios y se presentaban como continuadores de la obra zapatista.

Quien comenzó esa tarea fue Álvaro Obregón, quien hizo una alianza en 1919 con algunos de los líderes sobrevivientes zapatistas, como Gildardo Magaña, Antonio Díaz Soto y Gama y Genovevo de la O, fundadores del Partido Nacional Agrarista, que fue uno de los principales aliados del gobierno obregonista. El caudillo sonorense hizo público su reconocimiento de la legitimidad de los reclamos agrarios zapatistas.

Su sucesor, Plutarco Elías Calles, fue más allá. Ante su tumba, en el aniversario luctuoso de Zapata, el 10 de abril de 1924, dijo: “Que la reacción sepa que el programa revolucionario de Zapata es mío… quiero decirles que el héroe descansa en paz, que su obra está concluida…”

El presidente Lázaro Cárdenas, cuyo gobierno llevó a cabo la más amplia reforma agraria y representó el punto más alto de la Revolución Mexicana, también se valió de la figura de Zapata para legitimar su política agraria. En su gobierno, todas las escuelas primarias, secundarias y jardines de niños del país conmemoraban el 10 de abril en recuerdo del héroe.

Hasta entonces, la legitimación de los gobiernos revolucionarios utilizando a Zapata funcionaba porque se había puesto en práctica otra estrategia: hacer realidad la reforma agraria, con organizaciones campesinas fuertes, aliadas al gobierno y reconocidas como interlocutoras.

Sin embargo, a partir de 1940, desde el gobierno de Ávila Camacho hubo un viraje a la derecha.

Paulatinamente se abandonaron los principios revolucionarios, se privilegió la alianza con los grupos empresariales y las políticas públicas promovieron el crecimiento industrial, el urbanismo y la concentración de la riqueza en una nueva oligarquía, estrechamente entremezclada con la élite gobernante.

La figura de Zapata resultó cada vez más incómoda para la familia revolucionaria que se había enriquecido con el ejercicio del poder.

Comenzó entonces una burda falsificación de la historia. Emiliano Zapata fue invocado por presidentes y autoridades cada vez más alejados y contrapuestos a los ideales del líder suriano, que traicionaban sus principios y eran enemigos de los campesinos. El clímax de esa falsificación fue la contrarreforma salinista de 1992, la cual desmantelaba al ejido y que se hizo diciendo que era la única forma de permanecer fieles a los principios zapatistas.

Por fortuna, para entonces, los movimientos y organizaciones populares e indígenas, ya habían recuperado al Zapata original, al símbolo de la resistencia campesina y de la independencia del Estado.

* Historiador



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