A
ficionado pensante donde los haya, Óscar Méndez envía este irrefutable texto: La tragedia de la fiesta brava es, en el fondo, una comedia. Y como en toda buena comedia, los personajes han seguido su guion con admirable precisión. Ahí están empresarios, ganaderos, toreros y aficionados, cada uno representando su papel con tal maestría que al final nadie sabe quién es el héroe y quién el villano; lo único cierto es que todos son los enterradores.
“Es costumbre atribuir la culpa de nuestras desgracias a las autoridades. Se les acusa de haber prohibido los toros en la Ciudad de México, como si hubieran empuñado la espada de la justicia para decapitar a la tauromaquia en el esplendor de su juventud. Si algo hicieron, fue ponerle lápida a un muerto que llevaba décadas agonizando en la plaza, desangrándose entre aplausos corteses y boletos de cortesía. ¿Quién, entonces, cometió el crimen? ¿Quiénes fueron los diligentes sepultureros que cavaron, con paciencia y método, la fosa donde hoy yace la fiesta brava?
“Los empresarios taurinos, sin duda, merecen una ovación. Han hecho lo que ningún enemigo de la tauromaquia logró: vaciar las plazas sin necesidad de prohibiciones. Con el ojo clínico de un comerciante de baratijas, descubrieron que el público era más rentable cuando no se le exigía demasiado. El toro bravo, ese incomprensible animal que arruinaba tantos negocios con su manía de embestir, fue sustituido por criaturas más adecuadas a los tiempos: dóciles, previsibles, educadas en el embate sin peligro. Poco a poco, lograron lo imposible: hacer que la fiesta se pareciera cada vez más a una simulación y cada vez menos a un drama.
“No menos mérito tienen los ganaderos, artistas de lo improbable, que consiguieron criar toros sin bravura, como quien cría perros sin olfato o poetas sin melancolía. Se dice que la bravura es el alma del toro, y si es cierto, entonces ellos han realizado el más prodigioso exorcismo de la historia. Luego vienen los toreros, príncipes destronados que heredaron la épica, pero la cambiaron por la estética. Antaño, el torero era un hombre que se jugaba la vida; hoy es un hombre que juega con la vida de un animal domesticado. No es que falte arte, es que sobra cálculo. Y donde hay cálculo, no hay misterio. Y donde no hay misterio, no hay drama. Y sin drama, no hay nada.

▲ Los empresarios taurinos hicieron lo que ningún enemigo de la tauromaquia logró: vaciar las plazas sin necesidad de prohibiciones
, señala Óscar Méndez.Foto National Library of France
“Pero el público… La vieja afición, que alguna vez fue la guardiana de la pureza de la fiesta, se convirtió en su cómplice más leal. En vez de exigir, aceptó; en vez de protestar, aplaudió. Y cuando finalmente la autoridad vino a cerrar la plaza, los aficionados pusieron cara de indignación, como si no hubieran pasado años asistiendo a su propio funeral sin decir una palabra.
“Finalmente, los críticos. Benditos críticos que hicieron de la tibieza un arte y de la complacencia un deber. En su afán de no enemistarse con nadie, dejaron de contar la historia como era y se limitaron a narrar lo que convenía. No vieron la enfermedad, o la vieron y la llamaron evolución. No vieron la decadencia, o la vieron y la llamaron modernidad. Y cuando ya no quedó nada, escribieron su última crónica, sorprendidos de que el cadáver se hubiera enfriado.
“Ahora que la fiesta ha sido declarada oficialmente extinta en la Ciudad de México, se oyen lamentos y protestas. Qué ironía. Durante décadas se hizo todo lo posible para que la fiesta dejara de ser lo que era. Se erradicó la bravura, se domesticó el peligro, se convirtió el drama en espectáculo y la épica en pose. Y cuando el último clavo fue puesto en el ataúd, los propios sepultureros rompieron en llanto.
Que la muerte de la tauromaquia no sea en vano. Que sirva, al menos, para recordarnos que las cosas no mueren porque se las prohíba, sino porque dejan de ser lo que eran. En este entierro no hay villanos externos, sólo cómplices internos. No hay asesinos, sólo enterradores diligentes. Ahora que la fiesta ha muerto, sólo queda una pregunta: ¿quién se atreverá a resucitarla?
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