Por Paulina Cerda Landero
El Papa Francisco, nacido Jorge Mario Bergoglio en Buenos Aires, Argentina, en 1936, ha sido uno de los pontífices más emblemáticos y cercanos a los fieles en tiempos modernos. Su pontificado, marcado por un profundo compromiso con los más vulnerables, ha sido testigo de un cambio radical en la manera de entender la Iglesia y su rol en la sociedad. Con su humildad, cercanía y apertura, ha convertido a la fe católica en un espacio de diálogo y acogimiento para todos, especialmente a los más necesitados. Su visión de la Iglesia como un “hospital de campaña” en medio de un mundo lleno de desigualdad refleja su esencia: una Iglesia hospitalaria que no discrimina ni excluye, sino que acoge con amor, justicia y compasión a todos, sin distinción.
Nuestro mundo se encuentra profundamente marcado por migraciones, desplazamientos forzados, crisis humanitarias y barreras sociales ¿Somos capaces de acoger al otro con dignidad? ¿O hemos cerrado la puerta, por miedo, prejuicios o egoísmo? Practicar la hospitalidad no es solo recibir a alguien en un gran hotel o un restaurante elegante. Es reconocer su valor como persona, brindar tiempo, escucha y espacio.
La Iglesia, no puede ser un museo de perfección ni un tribunal de condenas, sino un hospital de campaña en medio de la guerra. Esta expresión no fue solo una metáfora, sino una declaración de identidad: la Iglesia, en su esencia más fiel, es un espacio de consuelo, refugio y curación. Como lo fue para los marginados en los tiempos de Cristo, debe volver a serlo hoy para migrantes, pobres, enfermos, y todos aquellos que el mundo olvida.
La hospitalidad se vive a través de toda la tradición bíblica. En el libro del Génesis, Abraham recibe a tres forasteros con generosidad y respeto; solo después descubre que ha acogido al mismo Dios. Esta escena enseña un principio fundamental del pensamiento judeocristiano: el rostro del otro puede ser, misteriosamente, el rostro de lo divino. Vivir una fe con hospitalidad, implica recibir al desconocido con la convicción de que en él habita lo sagrado.

Foto: Archivo Cuartoscuro
El Evangelio refuerza esta enseñanza. Jesucristo, en su vida pública, se muestra como huésped y anfitrión: come con pecadores, entra en casas de extranjeros, lava los pies de sus discípulos. Pero es en la Eucaristía donde la hospitalidad alcanza su cima espiritual. Cada misa es una mesa abierta donde el Cuerpo de Cristo se ofrece como alimento a todos, sin distinción.
El Pontífice no sólo predicó esta verdad: la vivió. Desde su primera salida pastoral hasta sus últimos mensajes, defiende una Iglesia que no pregunta primero de donde vienes o que crees, sino que se inclina con misericordia, como el Buen Samaritano.
El Papa Francisco comprendió que la hospitalidad no es solo un deber moral, sino una expresión concreta de justicia. En su encíclica Fratelli tutti, nos recuerda que el amor cristiano no puede limitarse a las emociones: debe convertirse en acción, en estructuras que acogen, protegen e integran a los más vulnerables.
“Me da miedo cuando veo comunidades cristianas que dividen el mundo en buenos y malos, en santos y pecadores. De esa manera, terminamos sintiéndonos mejores que los demás y dejamos fuera a muchos que Dios quiere abrazar”, dijo el Pontífice.
Inspirado por San Francisco de Asís, el Pontífice devolvió al catolicismo su rostro más tierno: el del samaritano que detiene su marcha para vendar heridas, el del pastor que conoce a cada oveja, el del padre que corre a abrazar al hijo pródigo. En tiempos de crispación y miedo, su mensaje fue claro: no hay verdadero cristianismo sin hospitalidad.
Esta virtud, además, fue comprendida por él como acto político y espiritual. En contextos donde el rechazo del otro es visto como defensa de la identidad, el Santo Padre propuso lo contrario: que acoger al diferente es lo que más profundamente nos humaniza y purifica nuestras convicciones.
Recordar al Papa Francisco es más que honrar a un pontífice. Es recibir un legado: el de una Iglesia que abraza, escucha y camina con el pueblo. Su vida fue una homilía viviente sobre la hospitalidad como centro del Evangelio. Nos enseñó que acoger no es debilidad, sino fortaleza; que la caridad no es adorno, sino esencia del cristianismo.
En un mundo de muros, su pontificado fue una puerta. En un tiempo de indiferencia, fue una lámpara encendida. Y en una Iglesia necesitada de renovación, fue un soplo de Espíritu que nos recordó que, como él mismo dijo, la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia.
Que su testimonio nos inspire a construir una civilización de la acogida. Porque, como él nos enseñó, nadie se salva solo; vivir una fe hospitalaria es el primer paso hacia la salvación compartida.
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