Uno de los elementos más importantes en la celebración de la Eucaristía, en la cual se retoman los momentos más significativos de la Última Cena de Jesús, es el consumo del pan y el vino consagrado.
Para la religión católica, este punto del culto es relevante porque retoma el dogma de la transubstanciación, es decir, que quien come de este pan y este vino especial está participando del sacrificio del Mesías.
Tanto las hostias o el pan no leudado como el vino y el aceite empleados en esta parte toral del culto católico deben guardar ciertas características que no solo las hacen especiales, sino verdaderamente únicas.
Estas condiciones no son nuevas, de hecho, forman parte del Código Canónico, el conjunto de normas que regulan la actividad de la religión católica en todo el mundo y el cual tiene siglos vigente.
¿Cómo debe ser el vino de consagrar?
De acuerdo con el Canon 924, el vino de consagrar debe ser puro, sin aditivos o conservadores, del fruto de la vid, es decir, de uva, y no corrompido o adulterado, por lo que es celosamente vigilado por las autoridades eclesiásticas.
“Cada diócesis hace sus propios contactos, se trata de un vino de fabricación especial, puede ser o no alcohólico, pero su preparación debe cumplir con ciertas normas”, señala, en entrevista, la sommelier Viridiana Muñoz.
Por lo regular, una reunión entre altos jerarcas católicos es la que determina qué vino se empleará en cada diócesis o arquidiócesis. El tipo de uva o la cantidad de alcohol no es relevante en su elección, aunque algunos sacerdotes pueden tomar jugo si padecen alguna enfermedad.
Y aunque se pensaría que el vino misal más común es el tinto, por su parecido con la sangre, la realidad es que el que se usa con mayor frecuencia es el blanco, pues es más fácil de limpiar de copas y telas. De hecho, según L’Osservatore Romano, la mayoría de los curas prefieren vinos dulces o pasificados, pues la mayoría de las misas se ofrecen en ayunas.
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