Cuando conocí a Reinaldo Herrera yo ya escudriñaba su vida, su estilo. Como siguiendo su sombra a lo largo de una acera. Reinaldo Herrera encarnaba una aspiración, lo que deseaba ser o parecer. Y al mismo tiempo, representaba nuestro país, Venezuela.
A mis 17 años, cuando estudiaba cerca de Nueva York, lo vi cruzar la calle 57 y decidí seguirle hasta donde fuera que se dirigiese. Si llegaba a girarse y verme, argumentaría el porqué de mi persecución. Él, su persona, su matrimonio con Carolina Herrera, representaban todo o casi todo lo que me interesaba. Studio 54. La Vega, finca familiar donde nació, considerada la casa habitada más longeva del continente americano. Su madre, Mimí Guevara, amiga de Salvador Dalí, musa y clienta de Christian Dior (muchos de sus vestidos constituyen el fondo del museo dedicado al diseñador en París). Ese Reinaldo Herrera, objeto de interés por la crónica de la jet set, gracias a su noviazgo con Athina Livanos tras divorciarse de Onassis. Su relación con Andy Warhol y Diana Vreeland. Todo eso era Reinaldo Herrera, caminando delante de mí por Manhattan con los pantalones azules con la mejor caída que había visto.
En algún momento del camino me asusté de mis intenciones juveniles y retrocedí. La vida nos reunió años después en Madrid junto a Carolina en una habitación del Ritz, que ellos hacían parecer un decorado de una obra de Noël Coward, disfrutando cada segundo de la fascinación que creaban juntos. Reinaldo hablaba con una voz serena, preciso en la elección de palabras y verbos. Podía mirarte drástico y borrascoso si equivocabas una sílaba o pronunciabas de forma incompleta. Era particularmente severo con eso, tanto en español como en inglés.
A mí nunca me molestó esa severidad. Lo entendí como una demostración de arbitrariedad propia de un icono. Un elemento importante de su carisma y quizás el complemento de una manera de vivir comprometida con hacer lo que quería hacer sin molestar a nadie, sin sonreír de más, combinando elegancia con determinación como algo natural. Ante la tristeza que desprende su fallecimiento, creo todavía más en esa doctrina.
Una vez pude preguntarle qué consideraría más adecuado para vestir como presentador del certamen Miss Venezuela (el célebre concurso de belleza venezolano) y, tras recibir esa mirada oblicua y reprobatoria, me dijo: “Un cuello cisne. No hay nada más elegante. La mayoría de las corbatas no están bien anudadas, el cuello cisne te soluciona eso. Prolonga tu cuello y seguro que te hará hablar mejor, que es lo importante”.
Descubrí que la conversación con él era docencia pura. “Cuando me preguntan si pienso en mis memorias, respondo: ‘No habría vivido mi vida si hubiera pensado en unas memorias”. El mismo tipo de respuesta ofrecía ante el hecho de ser el esposo de Carolina Herrera: “Somos una pareja que crecimos juntos, la vida nos separó y nos volvió a reunir, y juntos hemos convertido nuestra historia de amor en una celebración permanente que hace felices a muchas personas.”
Su colaboración como editor de Vanity Fair, se hizo más intensa durante los reinados de Graydon Carter y Tina Brown. Fue el impulsor de la fiesta posterior a la gala de entrega de los Oscar, hoy en día uno de los momentos más esperados por espectadores y seguidores del arte de las fiestas. Entendió, como nadie, que la vida social tiene un atractivo que puede volverse información. Incluso historia. Reinaldo y Vanity Fair siguieron un poco la estela de Studio 54: mezclaron Hollywood con arte, moda y música pop. Alta cultura con baja (y media también). En años recientes recuperó la lista de los más elegantes, también para la misma publicación. “¿Es importante la elegancia? Bueno, contribuye a dar la apariencia de que tienes las ideas ordenadas”, declaró.
Pese a que el mundo pueda haberse vuelto más desordenado y grosero, asumo que su desaparición nos va a hacer reaccionar. No podemos alimentar la deriva y tarde o temprano recuperaremos la senda de lo elegante. De los elegantes.
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