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as polémicas declaraciones de Donald Trump, acompañadas de algunas acciones de gobierno, han dado pie a la aparición de un sinnúmero de críticas provenientes de distintos espectros ideológicos. No obstante, la voluntad de Trump de poner fin a la guerra en Ucrania, su cruzada en contra de la Usaid, así como su intención de relocalizar las empresas estadunidenses en su propio territorio, provocan que el personaje sea difícil de interpretar.
Para efectos prácticos, la figura de Donald Trump es, ante todo, continuidad. Es un rostro más de la larga cadena de presidentes estadunidenses cuya principal agenda ha sido promover, proteger e imponer los intereses de su país sobre los del resto del mundo. Los matices se encuentran en las formas, pues mientras para los anteriores mandatarios la diplomacia, la propaganda y la hegemonía cultural eran los instrumentos que facilitaban el cumplimiento de estos intereses, desde su primer mandato Donald Trump optó por los instrumentos de las amenazas y la demagogia.
Contrariamente de lo que algunos pregonan, el hecho de que Trump haya optado por este peculiar estilo de gobernar no obedece exclusivamente a su personalidad (aunque este factor, sin lugar a dudas, juega un papel importante) sino, ante todo, a variables locales e internacionales.
Desde el punto de vista local, es de sobra conocido que, por lo menos los últimos 25 años, la calidad de vida del estadunidense promedio ha venido disminuyendo. Contrariamente a la realidad que conocieron las generaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las últimas no han conocido la movilidad social, la posibilidad de comprar una vivienda propia ni de planear una vida al margen de los vaivenes económicos. Además, estos ciudadanos –muchos de ellos blancos
y protestantes– se encuentran experimentando una epidemia
de adicciones a estupefacientes, lo cual refuerza la sensación de que esa sociedad está al borde del abismo.
En el escenario internacional, Estados Unidos no las ha tenido todas consigo. Por lo menos desde finales de la primera década de 2000, también ha estado perdiendo liderazgo en materia económica, energética, militar y geopolítica, gracias al fortalecimiento de China, Rusia, India e Irán, al mismo tiempo de la degradación de sus aliados estratégicos como Japón, Reino Unido y la Unión Europea.
Debido a estas contradicciones históricas, la figura de Donald Trump no es otra cosa más que la aparición y consolidación de una figura política, cuyo peculiar liderazgo concentra el malestar de algunos sectores políticos, empresariales y, sobre todo, de una ciudadanía que al escuchar las majaderías, los vituperios racistas y las amenazas, sus angustias, temores, resentimientos y frustraciones, adquiere consuelo.
Por desgracia, la solución que proponen Trump y los empresarios que lo acompañan no radica en formular políticas que disminuyan las distancias entre los de mayor y menor ingreso; tampoco en consolidar diversos programas de gobierno en favor de los sectores más vulnerables, mucho menos consolidar reformas fiscales que obliguen a las corporaciones a retribuir lo correspondiente al erario. Contrariamente, se vislumbra un ataque a la de por sí precaria y casi inexistente salud pública, exclusiones fiscales a las grandes trasnacionales e indiferencia ante las insultantes ganancias de las armerías y el capital financiero.
El segundo mandato de Trump se abre paso como un gobierno cuya intención es utilizar la fortaleza de un liderazgo, con métodos permitidos y no permitidos, para que las compañías reinviertan en Estados Unidos y de esta manera posibiliten de nuevo que ese país esté en condiciones de imponer su hegemonía a todo el orbe.
En esta clave es como debe leerse el acercamiento de Trump con Moscú, pues para efectos prácticos, la capitulación de Ucrania le retribuye enormes bonos a Washington, ya que Kiev le entregará tierras con minerales raros como pago del financiamiento de la guerra contra Rusia. Además, las compañías estadunidenses se verán beneficiadas con jugosos negocios, y por si fuera poco, la humillación de la guerra perdida la cargarán Ucrania, Reino Unido, Alemania y Francia.
El particular estilo de gobernar de Donald Trump está abriendo puertas que los propios estadunidenses no habían querido abrir en el pasado, porque si bien es cierto que siempre han velado por sus intereses, antes se preocuparon por cuidar las apariencias: promovían la democracia, la libertad y los derechos humanos para justificar las intervenciones más allá de que derivaban siempre en muerte y destrucción.
Con sus descalificaciones a los migrantes, pobres y los pueblos no anglosajones, Trump contribuye a erosionar la creencia de que para dominar y coaccionar se requiere aplicar métodos de persuasión, seducción y hasta de recompensa. Por el contrario, con el multitudinario apoyo tras sus espaldas, Trump refuerza la percepción de que es posible y viable, políticamente, aplicar la utopía de las clase empresarial estadunidense: clasificar a los humanos de acuerdo con categorías, prescindir de los menos aptos y en una de esas, hasta eliminarlos.
No exageran aquellos que establecen paralelismos entre Trump y el fascismo. Donald Trump ha abierto puertas, y el huevo de la serpiente anida dentro.
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