Todavía guardo, como si fuera un talismán, aquel libro de arte de Shadow of the Colossus que compré en una librería de importación mucho antes de que Amazon y los envíos exprés hicieran irrelevante la espera. Cada vez que lo abro, me da un poco de miedo pasar las páginas por si la acuarela se despega del papel, como si la memoria fuera tan frágil como los pigmentos. Esas ilustraciones no solo anticipaban gigantes de piedra y desiertos infinitos, sino que contaban una historia muda sobre el proceso: manchas de café, trazos temblorosos, zonas sin terminar. Mirando esos bocetos, sabías que había una persona al otro lado. Alguien con mal pulso, con días buenos y malos, con la presión de entregar algo que quizá no llegaría al juego final, pero que de algún modo lo hacía más suyo, más real.
A veces pienso en qué pasaría si Fumito Ueda tuviera que aplicar hoy a un puesto de artista conceptual en la industria. Quizá lo primero que le pedirían sería una prueba de habilidad con Midjourney, un test de prompts en Stable Diffusion, o un reto para ver quién consigue que la IA le pinte el coloso más fotorrealista en menos tiempo. Su carpeta de bocetos a lápiz, su habilidad para equivocarse a mano, sería poco más que un dato simpático para la nota de prensa. “Genio japonés que aún usa papel”. Una nota de color.
El café de cápsula del arte digital
La noticia de que el nuevo estudio first-party de PlayStation en Los Ángeles exige “experiencia avanzada en herramientas generativas de IA” para su flamante AAA no me sorprende, pero me deja una sensación parecida a cuando entras en una cafetería de toda la vida y descubres que ahora solo sirven café de cápsula. Seguro que es más limpio, más rápido, más eficiente. Pero ¿alguien se acuerda realmente de la última vez en que un café de máquina supo diferente a otro?
El argumento oficial es la eficiencia: “Vamos a reinventar la forma de hacer videojuegos”. Plantillas más reducidas, flujos de trabajo más ágiles, menos tiempo entre el concepto y el asset final. Ahorro, en definitiva. Pero detrás de esa promesa de “optimización”, lo que realmente se intuye es otra cosa: el arte como proceso industrial, el arte como producto. Y sobre todo, la creatividad entendida como habilidad técnica para domar algoritmos, no como el viejo acto caótico de llenar una hoja en blanco.


Arte de Yoshitaka Amano
No me malinterpretes: no soy un ludita. He flipado con los avances de la tecnología, con la democratización de herramientas, con lo que ha supuesto la llegada del digital painting, del 3D accesible, incluso de ciertos usos de la IA para limpiar bocetos o probar paletas. No echo de menos el dolor de muñeca ni los rotuladores secos. Pero sí echo de menos la sensación de que cada nuevo mundo tenía una huella dactilar, una firma propia. Piensa en el trazo inconfundible de Yoshitaka Amano en Final Fantasy VI, en la plasticidad enfermiza de los escenarios de Oddworld, en las líneas llenas de personalidad de Yoji Shinkawa. Dime si no recuerdas alguno de esos bocetos como recuerdas una canción.
Render bonito, alma cero
Lo que me inquieta de la deriva actual no es solo el riesgo de perder empleos —que también— sino el tipo de juego visual que nos espera cuando todo lo que importa es la eficiencia del prompt. ¿De verdad queremos que la portada del próximo bombazo de PlayStation la gane quien mejor escriba “epic fantasy concept art trending on ArtStation, 8k, cinematic lighting”? ¿Cuándo fue la última vez que viste un concept art de un juego AAA que no se pareciera al de otros cinco títulos del año anterior? ¿En serio alguien distingue ya los menús de los nuevos shooters de los de hace dos años?
Tengo la sensación de estar leyendo la carta de defunción del arte digital
Puede que esté exagerando. Pero es que cada vez que leo una oferta de trabajo que exige “avanzada experiencia en Stable Diffusion, Midjourney, ChatGPT o plataformas similares”, tengo la sensación de estar leyendo la carta de defunción del arte digital entendido como autoría, como error, como estilo personal. La industria ha pasado de buscar la firma reconocible al “todo vale mientras el render sea bonito y llegue a tiempo”. La IA es buena haciendo promedio, pero ¿cuándo fue la última vez que te emocionó algo que está en la media?
Me acuerdo de cuando la gran revolución era pasar del pixel art al 3D. Los puristas se rasgaban las vestiduras, pero pronto quedó claro que el cambio de herramienta no mataba el estilo: lo multiplicaba. Cada estudio tenía su paleta, su manera de modelar, de iluminar, de inventar geometría imposible. Ahora, la revolución es encontrar al artista que menos se note, el que mejor sabe disimular el origen de su imagen. El premio es para el que consigue que nadie pregunte: “¿Esto lo ha hecho una máquina?”


Shadow of Colossus
No todo es culpa de las herramientas, claro. Hay artistas que usan la IA para experimentar, para romper patrones, para buscar el error feliz. Pero la mayoría de estudios AAA no están buscando al próximo Amano, sino al ingeniero de prompts más eficiente, al que saque más variaciones en menos tiempo y luego las pula hasta que todas parezcan “muy PlayStation”. Se habla mucho de democratización, pero la realidad es que el control creativo cada vez depende menos del instinto y más del manual de instrucciones de la IA de turno. El artista ya no propone: selecciona, recorta, refina.
¿Dónde queda la voz propia? ¿Dónde el fallo, la osadía, el atrevimiento? Hay algo paradójico en todo esto. La IA puede generar mil versiones en segundos, pero ¿cuántas son realmente diferentes? Cuando todo es posible, ¿qué queda de lo memorable? El menú de los nuevos juegos AAA cada vez se parece más a la carta de un restaurante de cadena: mucho brillo, mucha variedad aparente, pero un regusto a refrito que lo impregna todo.


God of War Ragnarok
Lo imperfecto todavía importa
Algunos dirán que esto es el progreso. Que el arte de los videojuegos nunca ha sido tan espectacular, tan pulido, tan “guau” en la pantalla del móvil. Pero yo no busco el arte que deslumbra al algoritmo, sino el que deja un poso extraño, el que me hace volver sobre un dibujo porque noto que hay algo ahí que no acabo de entender. No me interesa si el próximo God of War se ve más “realista” que el anterior, sino si algún detalle me inquieta, me desconcierta, me deja pensando que, detrás de esa imagen, hubo una pelea entre la idea y la mano.
¿Qué pasará cuando la mitad de los créditos sean líneas de código, nombres de modelos generativos y datasets de imágenes recicladas?
Cada vez que la industria nos vende la “revolución” de la IA, me acuerdo de los créditos de Journey: ese momento final en el que, tras toda la travesía, el juego se tomaba el tiempo de mostrar los nombres, uno a uno, de quienes lo habían hecho posible. ¿Qué pasará cuando la mitad de los créditos sean líneas de código, nombres de modelos generativos y datasets de imágenes recicladas? ¿A quién agradecerás entonces ese escenario que te dejó sin aliento? ¿Quién será el responsable de esa criatura que, por un momento, te pareció más real que la vida?
Quizá estoy siendo demasiado romántico, pero me inquieta pensar que en 2030 la portada más icónica del año será la que mejor sepa esconder su origen algorítmico. Que la conversación entre artistas y jugadores se limite a comparar prompts, presets y filtros de IA. Que los universos visuales se diluyan en una sopa de referencias cruzadas, en un remix perpetuo donde el mérito es llegar a tiempo, no llegar a fondo.


God of War Ragnarok
Y, sin embargo, no todo está perdido. Hay estudios que siguen apostando por el error, por el trazo sucio, por el arte hecho a deshora y a mano alzada. Hay artistas que usan la IA como herramienta, no como atajo, y consiguen que cada imagen tenga algo de irrepetible. Y, sobre todo, hay una comunidad de jugadores y jugadoras que sabe reconocer cuándo algo es de verdad. Puede que no sean mayoría, pero existen. Y si alguna vez te has parado a mirar un concept art y has sentido algo parecido a la admiración —o incluso al enfado, porque “esto lo habría hecho mejor yo”—, entonces sabes de lo que hablo.
Al final, lo que más temo no es que el arte lo haga una máquina, sino que nosotros dejemos de importar. Que el proceso creativo se convierta en una cadena de montaje de prompts y validaciones, que el “estilo PlayStation” lo dicte el manual del buen curador de IA. Que, en la carrera por la eficiencia, nos olvidemos de que la mayor virtud del arte es ser impredecible, incómodo, incluso fallido.
No tengo respuestas fáciles. Igual la próxima obra maestra AAA será una colaboración perfecta entre humano y máquina, y nos callará la boca a todos. O quizá, dentro de diez años, sigamos buscando libros de arte antiguos, fanzines dibujados a boli, porque ahí es donde aún queda algo que las máquinas, por muy listas que sean, no pueden replicar: la emoción de estar ante algo único.
Mientras tanto, cada vez que veo un anuncio de empleo que pide “experiencia avanzada en IA generativa”, me acuerdo de aquellos bocetos de Shadow of the Colossus, de las manchas de café y los trazos inseguros. Y me pregunto si, en el fondo, lo que echamos de menos no es el arte perfecto, sino el arte imperfecto, el que nos recuerda que, antes de la máquina, hubo una mano, un error y una intención. No sé cómo será el futuro del arte en los videojuegos. Pero espero que, pase lo que pase, aún tengamos el valor de pedir algo más que eficiencia, y de reconocer, en medio del ruido de prompts y renders perfectos, ese temblor humano que hace que un mundo digital merezca ser recordado.
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