La ansiedad aparece en las vueltas de calle y las frenadas en los semáforos. Con la respiración entrecortada, mis manos buscan algo a qué aferrarse y no intentar tomar el control del volante que se mueve solo. La tensión acumulada en el trayecto se me escapa en la forma de pequeños gritos de sorpresa, a los que le siguen, a veces, risas nerviosas.
Durante mi primer trayecto, Andrew Ferguson, vicepresidente de movilidad en Uber, me acompaña. Él habla sobre la evolución de la autonomía en los vehículos, pero mi atención está dividida. Por un momento, sin embargo, consigo olvidar que no hay nadie al volante y me enfoco en la charla, en los datos y en la visión de la empresa.
El recordatorio de que viajo en un auto sin chofer llega de golpe cuando, al acercarnos a nuestro destino, otro periodista cruza intempestivamente y siento un frenón violento. Mi cuerpo se echa hacia adelante y el corazón se acelera. Un conductor humano habría tocado el claxon, pienso, o se habría disculpado conmigo por el mal momento.

Lo humano aún se necesita
En mi segundo viaje me senté en el asiento del copiloto. La sensación es distinta, más inquietante. La ausencia de un conductor es evidente cuando miro de reojo y el volante se mueve solo. La pantalla en el tablero muestra la ruta, la velocidad, las opciones de entretenimiento.
En las curvas cerradas y maniobras de estacionamiento, la tensión regresa y me preparo mentalmente para una sacudida que nunca llega. La precisión del sistema es sorprendente, pero mantengo la esperanza de una reacción humana: un pequeño ajuste, un frenado más suave, una corrección instintiva. Todo es calculado y mecánico, sin embargo, hay algo hipnótico en la fluidez con la que el coche se mueve.
A diferencia de un viaje con un chofer humano, al pedir un Uber con Waymo llega una notificación que avisa que un vehículo autónomo está en camino. Para identificarlo, tus iniciales aparecen en la parte superior del vehículo y debes desbloquearlo desde la app. Una vez dentro, te colocas el cinturón y activas el inicio del viaje.
¿Quieres meter algo en la cajuela? Solo debes indicarlo desde la app y al momento en el que bajas del coche de forma automática se abrirá para que recuperes tus pertenencias y también cuando estás por llegar a tu destino final se te recuerda que no olvides nada. Como es Día de San Patricio, la pantalla del auto escribe un chiste sobre la efeméride: te pide no olvidar tu caldero lleno oro. Mi sonrisa no la ve un solo humano.
En este segundo trayecto recuerdo que voy en un vehículo autónomo, operado por docenas de cámaras y sensores, circulando por las calles de Austin y enfrentando con algoritmos los obstáculos de la vida urbana.
En la última curva, las direccionales marcan la vuelta a la izquierda. El auto avanza solo cuando detecta que los peatones han cedido el paso. Acelera más rápido de lo que yo lo hubiera hecho y el nudo en el estómago se me sube a la garganta y dejo escapar un leve grito. Mis manos otra vez buscan un objeto al cual aferrarse pero conforme avanzamos, empiezo a confiar en mi chofer invisible, pese a que la realidad de que no hay un humano detrás del volante no desaparece.
“El futuro del sector tendrá múltiples actores especializados en software y hardware. La tendencia es que estos dos elementos se separen, con compañías dedicadas al desarrollo de software autónomo y fabricantes de automóviles proporcionando la plataforma vehicular. Uber tiene ventaja en la gestión de redes, infraestructura, mantenimiento y servicios asociados al transporte autónomo, lo que será clave para la rentabilidad de estos vehículos”, explicó Ferguson.
En ambos viajes, la distancia recorrida es de apenas cinco kilómetros que se traducen en 12 minutos. Cada que miraba la aplicación, sentía alivio al ver el destino acercarse. No hay conversación casual, preguntas triviales, ni recomendaciones de música. El factor humano, para bien y para mal, no existió.
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