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El poder y el gobierno


N

o es ninguna novedad que tener el gobierno no necesariamente significa tener el poder y al revés. En una república con separación de poderes, el primero es sólo una parte –el Ejecutivo– de una serie de instituciones autónomas y en teoría, soberanas: el Judicial, el Legislativo, la fiscalía o los organismos electorales. En el ciclo neoliberal México fue plagado de entidades reguladoras autónomas, dotadas de facultades iguales o superiores a las del Ejecutivo en diversos rubros, y ajenas al principio de la soberanía popular consagrado en el artículo 39 de la Constitución. Al margen del universo institucional, el poder se reparte de manera más o menos aceptada y explícita en otras instancias, como la de los grandes capitales, los medios, las organizaciones sociales y religiosas y en muchos países pobres, las embajadas de las naciones ricas y militarmente fuertes. Hay casos en que el poder de facto lo ejercen grupos de la delincuencia organizada, como en el caso de Haití o Somalia.

Pero más allá de esas obviedades, es claro que el control del aparato mismo de gobierno por parte de quien es su titular no ocurre de manera automática ni es producto de la mera toma de posesión. Andrés Manuel López Obrador se refería a ese aparato como el elefante reumático, una expresión muy benévola si se considera el grado de ineficiencia y pudrición en que la primera presidencia de la Cuarta Transformación recibió la administración: la más inmunda corrupción pública y privada, señaló el 1º de diciembre de 2018 al recibir la banda presidencial. A los gobiernos anteriores les resultó muy fácil trabajar con ella porque no pretendían sanearla, sino medrar con su descomposición, y porque tampoco querían transformar el corrupto estado de cosas, sino perpetuarlo. Para la camarilla oligárquica que hasta entonces controló los destinos del país, el propósito principal no era preservar la riqueza de la nación, sino saquearla, y encontró oportunidades de negocio hasta en la ineficiencia y en las crisis económicas. Posiblemente el mayor error de la 4T haya sido subestimar la profundidad y la extensión de la corrupción reinante, sedimentada a lo largo de décadas en una enorme red de complicidades, y pecar de optimismo sobre los cambios y los plazos que tomaría erradicarla.

Durante el sexenio pasado se dijo que el gobierno de AMLO había sido el más poderoso en décadas, acaso porque desde 1997 ningún presidente había tenido formalmente una mayoría favorable en las cámaras del Legislativo. Es una verdad a medias, porque Salinas, Zedillo y Fox contaron con la alianza informal del PRIAN y ya desde tiempos de Calderón el PRD se fue alineando a la mafia oligárquica, de modo que en el sexenio de Peña Nieto ya operaba abiertamente a favor del régimen. López Obrador fue un presidente poderoso sobre todo porque contó en todo momento con el apoyo activo de la mayoría de la población, y aun así muchas de sus directivas se estrellaron una y otra vez con los diques de contención del Poder Judicial y de los organismos autónomos en los que la oligarquía derrotada se atrincheró para sabotear las políticas públicas. A ellas deben agregarse las inercias y vicios en distintos niveles de mando de varias secretarías de Estado y reductos como los de diversas fiscalías estatales: la de Jorge Winckler, en Veracruz; la de Carlos Zamarripa, en Guanajuato; la de Uriel Carmona, en Morelos, entre los ejemplos más infames.

Un caso terrible de este presidente poderoso que se encontró al mismo tiempo atado de manos por el propio entramado institucional que presidía fue la imposibilidad de resolver la atrocidad perpetrada en Iguala el 26 de septiembre de 2014 y cuando menos, esclarecer el paradero de los 43 jóvenes normalistas que sufrieron desaparición. No lo consiguió, pese a que empeñó en ese esfuerzo toda su honestidad y toda su voluntad política.

La presidenta Claudia Sheinbaum recibió en mejores condiciones que su predecesor el aparato estatal y nadie duda que su poder es aun mayor que el que detentó AMLO en el sexenio pasado. Pero eso no significa que tenga todo el poder. Ciertamente, las mayorías calificadas en las cámaras facilitan la tarea de la transformación y del rescate del país y la reforma judicial permitirá un amplio saneamiento de los tribunales y las cortes podridas que tanto boicotearon a la presidencia de López Obrador y que tanto obstaculizaron la ejecución de una estrategia humanista de seguridad pública. En estas condiciones, en unos pocos meses el cambio se ha acelerado y extendido y el ánimo nacional está en sus mejores momentos, pese a los pataleos de elefante del presidente estadunidense, de las andanadas en el ex Twitter y de los graznidos de rencor y rabia de las derechas derrotadas, cada vez más insignificantes.

Pero el esfuerzo de erradicar las miserias del viejo régimen continuará por años y no se consumará por arte de magia, por decreto o pasando por encima de la ley. Aún faltan muchas batallas.



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