Hace cinco años exactamente estaba jugando a The Last of Us Parte II. Los últimos meses de la producción se habían convertido en una auténtica pesadilla para su director, Neil Druckmann, y para el estudio, Naughty Dog. Un retraso de última hora les llevó a cambiar la fecha que habían anunciado a bombo y platillo apenas unos meses antes, saliendo del calendario de febrero para situarse en mayo, un movimiento que a la postre resultó fatal. Todos recordamos lo que sucedió entonces. La pandemia se nos echó encima a pesar de las noticias preocupantes que llevaban semanas llegando desde China. Ni siquiera cuando la infección se manifestó con toda su crudeza en Lombardía las autoridades se decantaron por tomar medidas, en parte porque compartían la misma ingenuidad y la misma resistencia que buena parte de la población a creer que algo realmente grave estaba pasando. Cuando al final sí se avinieron a hacer algo, optaron por los confinamientos más salvajes del hemisferio occidental. Sin mucho que hacer para distraernos de las terribles noticias que inundaban los telediarios, la actividad online se disparó.
Carencia de contexto
En este contexto de interrupción de las cadenas de suministros, PlayStation decidió posponer sine die el lanzamiento del juego, provocando una decepción generalizada entre los seguidores que llevaban siguiendo con fidelidad tres años y medio de una de las campañas de marketing más accidentadas que se recuerdan. Y luego, las filtraciones tuvieron lugar. Debido al súbito cambio a una modalidad de trabajo en remoto, el equipo adoptó una serie de vulnerabilidades que ciertos agentes maliciosos utilizaron para penetrar en sus sistemas informáticos y descargaron una gran cantidad de material inédito del juego. Destriparon algunos de los momentos más impactantes del juego y los presentaron a la jauría sin ningún tipo de contexto. Las esclusas de la toxicidad se abrieron de par en par, se construyeron discursos ideológicos y se inauguró un nuevo campo de batalla de las guerras culturales que llevamos librando más de una década y que por aquel entonces, sufriendo los estragos de la pandemia y los confinamientos, estaban en plena efervescencia.
La trama de The Last of Us Parte II es brutal y descarnada. Muy incómoda, con momentos bastante desagradables
Por suerte, conseguí aislarme lo suficiente y cuando me llegó la copia del juego, un mes antes del lanzamiento oficial que se había fechado para la segunda quincena de junio, me sumergí en su universo completamente incólume. Fui un absoluto privilegiado. A lo largo de una semana, experimenté el juego tal y como sus artífices lo habían imaginado, en una burbuja de silencio, sin las expectativas contaminadas por un discurso inflamado. La trama de The Last of Us Parte II es brutal y descarnada. Muy incómoda, con momentos bastante desagradables que desde luego desafían la terminología lúdica que utilizamos para referirnos al medio. No quiero decir esto que estuviera de acuerdo con todas las decisiones que se tomaron y creo que el juego exhibe algunos excesos que se podrían haber ahorrado, pero en líneas generales me pareció una obra de arte. Y un auténtico milagro.


En la cultura contemporánea, lo habitual es que se mantenga una relación inversamente proporcional entre el mérito artístico de una obra y su viabilidad comercial. Cuanto más elevado, más original y más relevante es, menos recorrido parece tener entre el gran público. Podríamos extendernos muchísimo sobre disquisiciones en torno al elitismo y la impenetrabilidad como condición irrenunciable del arte respecto a las expresiones populares, pero no es necesario. Hay muchísimos cineastas en estos momentos que tienen dificultades para que sus presupuestos sean aprobados, a pesar de su enorme reconocimiento, precisamente porque se dirigen a un público exiguo incapaz de absorber los costes. Tan solo unas pocas excepciones consiguen aunar todas las sensibilidades. El único que parece contar con libertad absoluta es Christopher Nolan. Lleva a cabo proyectos mastodónticos sin ningún tipo de concesiones que consiguen llenar las salas de cine. Pero disfruta de una posición prácticamente única en la industria del cine porque no es lo habitual. Ni grandes artistas como Martin Scorsese o Ridley Scott cuentan con la misma deferencia en los grandes estudios.
Espacio para los matices
Que a Neil Druckmann se le permitiera disponer de 220 millones de dólares para producir una obra tan arriesgada es, como decía anteriormente, un auténtico milagro que convierte su posición en la industria del videojuego en análoga a la de Nolan en el cine. La decisión de matar a Joel durante el prólogo y seguir de cerca el paulatino proceso de deshumanización de Ellie para a mitad de camino cambiar de tercio e invertir los términos, humanizando a un personaje como Abby que ha cometido un acto tan abominable, no tiene parangón en videojuegos de este calibre. Esta industria está capitaneada por MBA’s que raramente entienden de videojuegos o poseen algún tipo de aspiraciones culturales. Suelen ser gestores más o menos eficaces cuyo único propósito es aportar valor a los accionistas, y eso se suele hacer maximizando activos. En otras palabras, perpetuando las IP’s hasta el infinito. El camino lógico para uno de estos CEO sería continuar las aventuras de Joel y Ellie durante al menos 3 juegos más, multiplicando las opciones de merchandising y los ingresos auxiliares.


La muerte de Joel en la serie también ha causado un impacto tremendo entre las audiencias televisivas, pero ni de lejos se han despertado las mismas bajas pasiones que hace cinco años. Es cierto que ha habido una corriente crítica que ha intentado desprestigiar el rumbo de esta temporada, pero gran parte de sus afluentes están conformados por los remanentes de la indignación original de hace 5 años y de quienes atacan el físico de la actriz protagonista. En los formatos audiovisuales, la muerte de Joel, aunque sigue siendo traumática, no alcanza el rango de excepción que tiene en los videojuegos. Hay más protagonistas que son asesinados de manera inesperada. Hay más personajes que empiezan cometiendo un acto execrable y terminan pergeñando un cuadro psicológico más complejo con el que podemos empatizar aunque sea en parte, como Jaime Lannister. Hay también personajes que parten de una posición amable y degeneran a la más abyecta amoralidad, como Walter White. Hay mucho más espacio para los matices, para la complejidad, para las narrativas exigentes.
Cuando pasamos al mundo de la literatura, los parámetros de perfección artística se disparan hasta la estratosfera. Una persona escribiendo en la soledad de su habitación es muy barato. Prácticamente gratis. Por eso los grandes escritores suelen conformar la auténtica vanguardia cultural, la élite artística. Porque no tienen que hacer concesiones de ningún tipo, porque pueden dirigirse a un público reducido que tenga la capacidad de absorber, comprender y reflexionar su propuesta sin explicaciones ni exégesis alguna.
Si The Last of Us Parte II se hubiera publicado originalmente como una novela, nadie habría pestañeado
Si The Last of Us Parte II se hubiera publicado originalmente como una novela, nadie habría pestañeado. Si se hubiera emitido primero como una serie de televisión, quizá algunos habrían montado un poco de bulla, pero las discusiones no se habrían alargado más de un par de semanas. Al haberse editado como un videojuego, y al haber sufrido unas filtraciones devastadoras (por la aniquilación del contexto y la instrumentalización ideológica que hizo que muchos ni siquiera le dieran una oportunidad porque lo consideraron una afrenta directa a sus principios), el escándalo que se montó todavía perdura hoy, cinco años después. ¿Qué dice esto de las audiencias que consumen videojuegos como principal sustento de su dieta cultural? ¿Tienen acaso la madurez suficiente para absorber narrativas desafiantes o por el contrario no cuentan con los mínimos estándares reflexivos que se requieren en estos casos?


Los videojuegos arrastran una mala fama desde hace décadas por su supuesta condición de entretenimiento de baja calidad. Sus detractores apuntan que no conllevan una aportación nutritiva suficiente, que es una pérdida de tiempo sin consecuencias y, por lo tanto, contraindicado para la gente con aspiraciones culturales. Pero yo siempre he querido creer que los jugadores de videojuegos son susceptibles de conformar una élite. Para empezar, la destreza motriz requerida ya supone una barrera a la entrada para muchos. Pero más allá de eso, muchos videojuegos requieren de unas condiciones intelectuales sustanciales para procesar información, diseñar estrategias y tomar decisiones. Es un medio mucho más exigente en sus propiedades formales que medios pasivos como el cine o la televisión. Hay juegos tan densos, complejos y ricos en matices que no tienen nada que envidiar a los libros de autores tan celebrados como Philip Roth o Jonathan Franzen. Estoy hablando de obras como Immortality, Lorelei and the Laser Eyes o el mismo Death Stranding. Puede que las cuentas de resultados de sus respectivas compañías no sean tan boyantes como las de otros juegos, pero ahí están para dar fe de las posibilidades del medio.
Estés o no de acuerdo con todas las decisiones narrativas del juego de Naughty Dog, por lo menos hay que respetar su disposición a tomar riesgos
La radicalidad de la propuesta de The Last of Us Parte II no está tanto en que se haya hecho en un videojuego, sino que se haya hecho en uno de gran presupuesto. Que se atrevieran a alinear a la audiencia de esa forma, a ponerles en situaciones incómodas y a desafiar sus ideas preconcebidas. En el fondo, fue una oportunidad para vislumbrar una industria muy diferente, donde las decisiones estuvieran motivadas por méritos artísticos y no por el imperativo de aportar valor a la IP. Es una de las razones por las que, por ejemplo, el final de God of War Ragnarok me pareció tan insulso. Porque no hubo consecuencias. Un final feliz donde los haya, con los protagonistas incólumes para las próximas décadas de la franquicia. Estés o no de acuerdo con todas las decisiones narrativas del juego de Naughty Dog, por lo menos hay que respetar su disposición a tomar riesgos y a expandir los límites del medio.
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