E
l dolor que encierra esta aséptica frase no cabe en estas líneas. La sorpresa por encontrarla en una sentencia dictada por la Audiencia Nacional española este mismo mes de mayo nos tiene todavía descolocados. El tribunal que ha ejercido de punta de lanza judicial de la estrategia contrainsurgente del Estado español contra el movimiento de liberación vasco durante más de medio siglo acaba de reconocer, sin que nadie ciertamente lo esperase, que Iratxe Sorzabal, todavía presa hoy en día, fue torturada en marzo de 2001 por la Guardia Civil.
Vendrán otras sentencias que nieguen la escrita por el juez Fernando Andreu, pero la brecha en la versión oficial de los hechos queda abierta, lo que parece más que suficiente para calificarla de histórica. Porque por esa brecha entran las miles de personas torturadas en el País Vasco durante décadas. Ojo a las cifras, que cabe poner en el contexto de un país de cerca de 3 millones de personas, una minucia en términos mexicanos: hay más de seis mil casos certificados de tortura en cerca de cinco décadas, durante las cuales más de 40 mil personas fueron detenidas. De ellas, 30 mil nunca llegaron a ser juzgadas. Al menos 124 personas acabaron hospitalizadas tras su detención y se cuentan como mínimo una docena de muertos en celdas y comisarías. Todo esto en Europa, mientras España era homologada por sus pares continentales.
El caso de Sorzabal tiene particularidades que, 24 años después de ocurridos los hechos, han servido finalmente para que alguien asuma la evidencia. Las fotografías de su cuerpo marcado por los electrodos, una vez en el hospital, claman al cielo. El médico forense Benito Morentin, cuyo informe ha sido crucial según reconoce el propio tribunal, asegura que la evidencia pericial de lo que ocurrió es absoluta
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Al mismo tiempo, este relato no es tan diferente del de las miles de personas que han sufrido tormentos en alguna comisaría española. Por eso, el reconocimiento de las torturas sufridas por Sorzabal –es más, la asunción de que la declaración que realizó tras su detención era inválida por ser fruto de los malos tratos–, es un pequeño amago en el reconocimiento, tardío y parcial, a las miles de personas que han pasado por lo mismo. Un paso previo, imprevisto, en un camino que España ni siquiera ha empezado a caminar.
Porque esa evidencia pericial absoluta ha estado encima de la mesa durante un cuarto de siglo, junto a muertes escandalosas, como las de Joxe Arregi y Mikel Zabalza, sin que nadie se haya dado por aludido. Las fotografías de Sorzabal se publicaron en –pocos– medios y el estremecedor relato de lo que tuvo que soportar ha estado a disposición de todo aquel que decidiese no mirar a otro lado. Fuera del País Vasco, han sido pocos, contados, los que optaron por mirar a la realidad de frente.
Entender el porqué es sencillo. Especialmente, a partir de mediados de los años 90 se impuso una visión maniquea y absurda del conflicto vasco, un marco reduccionista que enfrentaba, supuestamente, a los demócratas con los violentos. Así, en nombre de la democracia se cerraron periódicos, se ilegalizaron partidos, se encarceló a políticos y se torturó a miles de personas. Reconocer esto último ponía en jaque la construcción entera.
La violencia de ETA acabó hace tres lustros con la organización reconociendo de forma unilateral el daño causado. Lejos de servir para reconocer que quizá el Estado no lo hizo todo bien, España se ha lanzado desde entonces a apuntalar aquel relato de buenos y malos, demócratas y violentos, civilizados y bárbaros. Pero la evidencia de la tortura es tan absoluta, en términos de Morentin, que ya nadie la niega.
En un curioso requiebro del guion, un pequeño guiño a la realidad de las torturas se ha convertido en un ingrediente indispensable para vestir de credibilidad aquellos productos culturales ideados para apuntalar el relato español. Son ejemplo el libro Patria o la reciente película La infiltrada, dos de las joyas en esa batalla del relato. Efectivamente, en ambas aparece la tortura. Eso sí, prácticamente de puntillas, como nota a pie de página, como algo que al autor se le cayó del bolsillo sin darse cuenta.
Una sigilosa operación está en marcha: incluir por la puerta de atrás la realidad de la tortura como un apéndice secundario y accesorio de un relato oficial que quieren mantener intacto. Nadie ha protestado en España por la sentencia de la Audiencia Nacional. Es inapelable. Pero tampoco nadie ha dicho nada, ni ha tenido a bien decir vaya, quizá se nos fue la mano con esto, quizá también tenemos algún dolor que reconocer y reparar
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El problema de este proceder es que la tortura no ha sido una nota al margen, ha sido un elemento central de la estrategia española contra el independentismo vasco y ha dejado un reguero de sufrimiento inmenso en quienes la han sufrido y en todo su entorno. Tres lustros después del final de la actividad armada de ETA, ya va siendo hora de enterrar rankings morales adulterados y emprender el camino del reconocimiento.
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