E
n la pasada entrega se mencionaron varias líneas de consecuencias, derivadas del infausto desafuero de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Le siguió una abigarrada serie de modificaciones estructurales que han afectado la vida organizada del país. El movimiento de reconstrucción, que dio pie a Morena como partido, es la creciente fuerza política que aporta la energía popular en la conquista del poder. En este corto pero trepidante periodo, los morenos se hicieron del Ejecutivo federal y otros muchos puestos públicos del país. Y así han continuado hasta el presente, cuando adicionaron la llamada mayoría calificada
en el Congreso. Esto les ha permitido introducir, durante el segundo periodo en marcha, las modificaciones constitucionales que habían quedado pendientes durante el pasado sexenio (AMLO). El cambio ha sido indetenible, empujado por una doble voluntad: la del pueblo y la de sus mandatarios. La oposición al nuevo modelo, ahora vigente, ha quedado, si no paralizada, sí incapacitada para coordinar acciones e ideas que puedan alterar las decisiones estratégicas que han permanecido, por completo, en poder de los morenos.
Pero la promesa básica de cambiar el régimen antes dominante en el país, emparentado con la globalización neoliberal hegemónica, no ha terminado de cumplimentarse. Las transformaciones ocurridas a lo largo de seis años se dieron sin paradas, de manera sucesiva. Afectaron gran parte de la estructura del poder central tocando la casi totalidad de los programas, los modos operativos y hasta los rituales establecidos. Se extendieron incluso a los modos, organización y quehaceres en las dependencias de ciertos estados de la República. Al menos en aquellos donde Morena resultó dominante.
Parte sustantiva de lo ocurrido en este ya sólido periodo que se acentúa con vigor, toca al propósito de unir la política y los trabajos, costumbres y visiones de ella, con su basamento moral como guía. Esta característica, por completo distanciada del pasado, sigue un curso todavía inacabado. Pero se ha persistido en impregnar los juicios y modos públicos, por una senda de honesta sustancia, solidario y responsable con los ciudadanos. En particular con esa parte que agrupa a los excluidos y las regiones donde habitan. En consecuencia, se hace el esfuerzo por desterrar la muy arraigada ostentación, bajo el lema de que no puede haber gobierno rico con pueblo pobre.
Sin embargo, el fondo de fatiga popular no ha sido modificado del todo. Las carencias en la justicia distributiva siguen gravitando sobre amplias capas de la población. Es verdad que se logró sacar de la pobreza a millones de mexicanos. Hubo también correcciones en la desigualdad, reduciendo las todavía amplias diferencias, pero lo mucho que subsiste en ambos renglones sigue gravando la conciencia colectiva. No se observan condiciones para continuar con premura en esta ruta. Al menos con la eficacia que imprimieron los grandes proyectos del sur/sureste, los serios aumentos salariales y los robustos auxilios sociales.
La decisión de continuar con inversiones masivas se ha fincado en el centro/norte, a excepción del interoceánico que espera su consolidación. El Estado no cuenta con los recursos financieros indispensables para emprender inversiones de gran calado. Lo publicado en el Plan de Desarrollo no ataca, con la debida eficacia, los bolsones de pobreza en regiones específicas. Los desequilibrios en oportunidades y capacidades entre estados, continuarán lastrando el bienestar y la igualdad.
La reforma al Poder Judicial, en proceso, aparece como el toque postrero del prometido cambio de régimen. Tal diseño, en todas sus variadas fases, requirió el decidido apoyo ciudadano. La imagen de corrupción e ineficacia generalizada coincidió con lo que la ciudadanía solicitaba. Se introdujo una visión, sustantivamente diferente, mediante reforma legislativa. Esta tentativa concretada trastocó, de manera radical, la de por sí mermada impartición de justicia selectiva. La elitista usanza en el pasado método de elección de los funcionarios de ese poder, permitía intenso tráfico de influencias y, en especial, la captura misma de los así nominados.
Se decidió, entonces, dar un salto cualitativo que pudiera introducir, en la formación de los procesos judiciales, mejores estándares de comportamiento. Fue entonces cuando se propuso y se aceptó por consenso emplear el voto popular para elegir a todos y cada uno de los miembros de ese poder. Ahora, ya aprobada la reforma y vencida la oposición, está en marcha el periodo de elección de todos y cada uno de los jueces, magistrados y ministros. Con ello se completará lo que bien se puede llamar un cambio estructural del viejo régimen por otro nuevo, más eficaz y capaz de responder a los deseos de la ciudadanía. La corriente que desea contar con jueces que imparten justicia acatando las leyes escritas se atisba con claridad.
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