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La Jornada: El baño del diablo


E

n un pequeño poblado rural en la región alta de Austria, en el año de 1750, los habitantes viven alejados de toda noción de progreso, complemente al margen del impulso renovador en las ciencias, las artes y la cultura que comienza a germinar en Europa en vísperas de la Ilustración. Las tradiciones incuestionables del lugar incluyen la tortura a los animales de granja, por simple diversión, o la superstición de cortar un dedo, como amuleto para la fertilidad, a una mujer infanticida ya ejecutada y dejada a la intemperie como advertencia ominosa para posibles futuras asesinas.

Luego de un prólogo siniestro que resume de entrada el contenido y tono de la cinta, las realizadoras austriacas Veronika Franz y Severin Fiala, autoras también del guion, se libran en su nuevo largometraje de ficción El baño del diablo ( Des Teufels Bad, 2024), a relatar la historia de Agnes (Anja Plaschg), joven muy religiosa, ilusionada con los preparativos de su boda inminente con Wolf (David Scheid), un cuadragenario y robusto granjero de maneras toscas. Todo parece marchar bien, incluso para la joven arrancada de su pueblo natal para vivir en una comunidad pesquera cercana. El único contratiempo de talla es la negativa reiterada del marido a tener relaciones sexuales completas con ella con lo que la sospecha de infertilidad o inadecuación recae injustamente sobre Agnes. Aquí las realizadoras incurren en previsibles clichés sicológicos como presentar a Wolf como un probable hombre gay, interesado en el atractivo de un compañero, y como corolario inevitable la omnipresencia de su madre sobreprotectora y manipuladora (Maria Hofstätter) quien naturalmente representa para la joven una suegra detestable. Estos lugares comunes no constituyen, sin embargo, un lastre para una narración que fluye impecablemente y se concentra, con mayor acierto, en asuntos más sórdidos.

Cabe advertir que, a pesar de su título, no se trata aquí de una película de horror. En todo caso, el parentesco inmediato lo tendría con una cinta reciente, La chica de la aguja, del realizador sueco Magnus van Horn, producción en blanco y negro también devastadora. El horror consiste aquí en que la película está basada en hechos reales que constatan que a lo largo de pocas décadas, en esa segunda mitad del siglo XVIII, se registraron en Austria alrededor de 400 infanticidios en apariencia inexplicables. Mujeres hartas de su condición de servidumbre frente al amo/marido, u hostigadas como brujas por cualquier desorden en su conducta, no podían elegir la solución del suicidio, debido a que se trataba para la Iglesia del máximo pecado imaginable, superior incluso al asesinato. Cabía entonces que las aspirantes al suicidio cometieran un crimen tan grave que garantizara su pena de muerte por decapitación. La absolución sacerdotal lavaba espiritualmente las culpas y lo siguiente sería ya una suerte de suicidio asistido. Tratándose de hechos rigurosamente documentados por las cineastas, este planteamiento se perfila desde el inicio brutal de la película. Lo que va revelándose es la exposición, no menos dramática, de la condición de la mujer, reducida por su comunidad o por su pareja conyugal, a ser únicamente una presencia fantasmal, totalmente impotente, eclipsada por la voluntad siempre superior del patriarca en turno, y orillada a situaciones tan extremas como el doloroso sacrificio de hijos ajenos o la condena eterna por el pecado mayor de tomar decisiones no sólo sobre su cuerpo, sino también sobre la suerte final de su propia vida.

Se exhibe en la sala 7 de la Cineteca Nacional Xoco a las 21 horas, en la sala 10 de la Cineteca CNA a las 13, 15:20, 17:50 y 20:30 horas, y en salas comerciales.



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