Hubo una época, gloriosa y febril, en la que los dibujos animados de la tele no se andaban con medias tintas. Los años 80 fueron un campo de pruebas para cualquier mezcla de géneros, ideas y conceptos que pudiera excitar la imaginación de los chavales de entonces. En una misma semana podías pasar de ver a unos bárbaros con espadas mágicas y tigres parlantes a una pandilla de felinos humanoides que luchaban en un planeta lejano, para acabar en medio de una epopeya galáctica con tipos cromados que surcaban el espacio con sus brillantes alas desplegadas. Aquello era una locura creativa que nos marcó a fuego, y en mi caso, nunca mejor dicho. Porque entre todos esos héroes de la infancia, hubo un grupo que me dejó una cicatriz mental que ni el paso de los años ni la nostalgia ochentera han conseguido borrar: Los Halcones Galácticos.
Los SilverHawks, que así se llamaban en su versión original, eran la apuesta de Rankin/Bass Productions para replicar el éxito arrollador de los ThunderCats, su serie estrella. Se estrenaron en 1986 con una temporada de nada menos que 65 episodios, una intro con temazo guitarrero inolvidable, y un concepto que mezclaba space opera, cyberpunk y western espacial sin ningún tipo de filtro. ¿Policías espaciales con cuerpos metálicos luchando contra una mafia galáctica liderada por un criminal mutante que se transforma al recibir un rayo lunar? Dame diez, por favor. Si eras un niño de los 80, esto era oro puro. Todo era hipnótico: sus trajes brillantes, sus movimientos acrobáticos, su nave espacial, su piloto con sombrero de cowboy que tocaba infernales riffs de guitarras por el espacio sideral. Lo que os decía, los 80.. Pero hubo un momento en el que la fantasía se resquebrajó, y lo que quedaba debajo del cromado no era bonito.
Como muchos chavales de la época, yo era muy fan de los Halcones. Teníamos a Rayo de Plata, el líder serio y determinado; Acerina, uno de mis primeros crushs animados, valiente, inteligente y con ese aire de heroína inalcanzable; su hermano Acerón, el músculo noble del equipo; y por supuesto, Niño de Cobre, el misterioso chaval alienígena, con habilidades mentales extraordinarias y un corazón más grande que una supernova. Me encantaban. Eran guays. Eran héroes. Pero un día, mientras veía por enésima vez uno de sus episodios, algo se encendió, o se apagó mejor dicho, dentro de mí.


Voluntarios para la barbarie clínica
De repente, caí en la cuenta de que los SilverHawks no llevaban trajes metálicos. No era una armadura que se ponían antes de salir a patrullar la galaxia. Sus cuerpos eran así. Metal y carne fusionados. Engranajes y vísceras. Cables y sangre. Aquello que brillaba bajo las estrellas no era una aleación de titanio sobre su piel… era su piel. Y ese momento de epifanía infantil me marcó como pocas cosas. Mi adorada Acerina ya no era una heroína de cuerpo atlético enfundada en una sofisticada armadura de combate. No. Era un amasijo de tendones cibernéticos, con un corazón de titanio latiendo entre válvulas hidráulicas y circuitos expuestos.
Nada de trajes espaciales. Una cirugía invasiva voluntaria, y a volar. Una transformación irreversible para convertirse en soldados del espacio
La verdad estaba bien clarita en el primer episodio, que tal como se emitían estas cosa en la tele de aquel entonces, no llegué a ver hasta tiempo después. Y fue un mazazo: “Sacrificando sus cuerpos humanos, los modificaron para que pudieran sobrevivir la fatiga de un largo viaje a través del espacio”. Nada de trajes espaciales. Una cirugía invasiva voluntaria, y a volar. Una transformación irreversible para convertirse en soldados del espacio, en defensores de la Tierra contra los horrores de la Galaxia Limbo. Un proceso presentado como algo noble, incluso heroico… pero que, visto desde la óptica de un niño con imaginación hiperactiva, era pura pesadilla.
Porque una cosa es ponerse una armadura como Iron Man (que por entonces contaba con patines en su arsenal, no con misiles). Y otra, muy distinta, es convertirse en la armadura. ¿Qué fue de sus órganos? ¿De sus corazones? ¿Sintieron dolor? ¿Seguían siendo humanos? Ese pensamiento me obsesionó durante semanas. Niño de Cobre, con sus chirridos metálicos, dejó de parecerme entrañable. Ahora lo imaginaba como una criatura frágil, con un rostro sonriente ocultando un interior de líquidos refrigerantes y conexiones neuronales reprogramadas. Su corazón, antes noble y alegre, se convirtió en una válvula sin alma que bombeaba aceite y tristeza. ¿Por qué nos hacían eso a los críos en los 80? Bastante bien que hemos salido la gente de mi edad, de verdad.


Una pesadilla de 30 años
Así es como los SilverHawks me introdujeron, sin quererlo, en un concepto que años después aprendería a identificar con nombre propio: body horror. Ese subgénero del terror que juega con la transformación involuntaria del cuerpo humano, con la pérdida del control físico, con las mutaciones y la violación grotesca de nuestra biología. Linda Williams, teórica del cine, lo incluye entre los “géneros del exceso”, junto al porno y el melodrama. Pero mientras los otros buscan placer o catarsis emocional, el body horror lo que ofrece es puro malestar. Esa sensación de inquietud profunda que viene cuando el cuerpo, lo único que verdaderamente poseemos, deja de ser reconocible.
Niño de Cobre, con sus chirridos metálicos, dejó de parecerme entrañable. Ahora lo imaginaba como una criatura frágil, con un rostro sonriente ocultando un interior de líquidos refrigerantes
Y claro, de ahí en adelante la semilla estaba plantada. Los Halcones Galácticos abrieron una puerta que ya no se podía cerrar. En pocos años vendrían Robocop, La Mosca de Cronenberg, Akira, y tantas otras historias que hurgaban, literalmente y seguramente con las uñas sucias, en la misma llaga. El miedo a la transformación. A dejar de ser humano. A la tecnología como vector del horror. Todo estaba ahí desde el principio, en esos dibujos animados que, sin pretenderlo, eran más siniestros de lo que parecía. Porque hay que decirlo: si uno se fija bien, SilverHawks era una serie inquietante. No eran los únicos, Monstruón (Mon*Star), el villano, se convertía en una monstruosidad metálica tras recibir el “rayo de la luna”, lo cual ya sonaba a ritual de licantropía espacial, y al Capitán Telescopio le faltaba media cara. A saber la horrible historia que había ahí detrás. Claro, todo eso lo veíamos con los ojos inocentes de la infancia, cuando un buen diseño y una secuencia de acción con un guitarreo guapo de fondo bastaban para olvidarte de que tus compañeros de clase te pegaban durante el recreo. Pero el fondo chungo estaba ahí.
Si en algún momento The Nacelle Company culmina sus planes de revivir la franquicia para una nueva generación, no puedo evitar preguntarme cómo enfocarán esta historia. ¿Reescribirán el origen de los personajes para hacerlo más digerible? ¿O abrazarán el terror corporal que siempre latió bajo esa superficie brillante? Porque si algo tengo claro, es que SilverHawks no eran simples héroes con trajes guays. Eran máquinas con alma humana atrapada en su interior. Y eso, amigos, da más miedo que cualquier monstruo de espacio. ¿Qué le hacemos a nuestros héroes con tal de que nos protejan? Así que sí, parecen los ThunderCats, pero Los Halcones Galácticos son, para mí, sinónimo de trauma infantil del bueno. De ese que no se te va ni aunque pasen cuarenta años.
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